Miasmas y gérmenes
Desde el siglo XVII se sabía que existían seres microscópicos. Anton van Leeuwenhoek los había descubierto, pero todavía estaba lejana su comprensión
Profesor de biología y experto en tecnología alimentaria
Martes, 27 de diciembre 2022, 00:03
«Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en que solo ... estuvo el hombre». Esta afirmación de Gustave Flaubert refleja como pocas una importantísima parte de la Historia en la que deambularon algunos de los iconos de la cultura occidental. Estas etapas de transición son especialmente fértiles y propicias para la exploración de nuevas soluciones a viejos problemas.
La revolución científica que arranca en el siglo XVII lleva aparejada un cuestionamiento de las viejas ideas y un tránsito por senderos nuevos, no siempre acertados. Estas épocas bisagra, entre dos mundos, dan personajes fascinantes. Uno de los mejores ejemplos fue Newton, científico sobresaliente que puso las bases de la ciencia moderna con su 'Philosophiae naturalis principia mathematica', un libro que revolucionó nuestra forma de mirar el Universo. Lo que no mucha gente sabe es que Newton pasó gran parte de su tiempo intentando transformar el plomo en oro, uno de los mitos que sostenía la alquimia desde el Medievo, o buscando patrones numerológicos en la Biblia que anticiparan la segunda venida de un Mesías. La existencia de estos personajes fascinantes nos habla, por si mismos, de la convulsión de los tiempos que les tocaron vivir.
Contradecir a los sabios
Somos herederos de Grecia y Roma. El desarrollo filosófico y científico helenístico vertebró Roma, y Roma está incrustada en nuestro ADN. Los avances se debieron a la existencia de un ecosistema propicio en el que germinaban figuras apabullantes. Tres de estas figuras, Aristóteles, Hipócrates y Ptolomeo, son simplemente gigantes que explican, en parte, el proceso civilizatorio de la humanidad. Su capacidad de observación y análisis se tradujo en la identificación de patrones, lo que les permitió anticipar diferentes hechos. Sus figuras supusieron un antes y un después en diferentes ramas de la Ciencia y sus trabajos siguen inspirando hoy en día a miles de científicos.
De la grandeza de estos tres personajes no hay lugar a dudas, de ahí que sus equivocaciones fueron mucho más difíciles de superar. Se necesitaron cientos de años, en ocasiones miles, para poder tumbar las ideas que estos sabios instauraron para dar respuestas a diferentes fenómenos. La teoría geocéntrica de Ptolomeo requirió esperar hasta mediados del siglo XVI para ser cuestionada por Copérnico. En el caso de la generación espontanea de Aristóteles o de los humores y miasmas de Hipócrates fue necesario llegar hasta la segunda mitad del siglo XIX.
Ir en contra de la teoría de un sabio universalmente aceptada tenía un precio que podía llegar a suponer la propia vida si mediaban connotaciones religiosas. En todos los casos, un enorme freno a la posibilidad de avanzar y refutar. Eran otros tiempos y el método científico no estaba perfeccionado. Un método en el que el cuestionamiento constante de las premisas dadas por ciertas, ante nuevos hechos y evidencias, es uno de los pilares básicos.
Miasmas
La teoría miasmática la podemos rastrear hasta Hipócrates. Este padre de la Medicina situaba los olores como una de las claves del empeoramiento de la salud.
Existen multitud de olores desagradables, como el famoso sulfuro de hidrógeno (olor a huevos podridos) o sustancias conocidas como cadaverinas propias de la descomposición de la materia orgánica, que se encuentran entre los peores que puede percibir el olfato humano. Esto es un sistema útil de aviso perfeccionado por la evolución que nos previene a la hora de comer alimentos en mal estado.
El problema de la teoría miasmática es que daba por hecho que el mero olor de estas sustancias producía la enfermedad. Hoy sabemos que el olor por sí solo, en las proporciones normales que se dan en la naturaleza o las ciudades, no tiene afectación sobre nuestra salud y mucho menos es responsable de la extensión de las epidemias. Aunque la confusión tiene su lógica. Nuestro olfato es capaz de detectar moléculas, sin embargo, nuestros ojos no pueden ver la inmensa mayoría de las células.
Miasmas o gérmenes
Desde el siglo XVII se sabía que existían seres microscópicos. Anton van Leeuwenhoek los había descubierto, pero todavía estaba lejana su comprensión. Que unos seres microscópicos invisibles en un vaso de agua eran los causantes de la muerte de cientos de personas era un disparate difícil de asimilar. En especial si le podíamos echar la culpa a los malos olores que en las ciudades europeas preindustriales no faltaban. Pero lo cierto es que el agua nunca estuvo del todo descartada y durante muchas épocas se prefería beber cerveza o vino rebajado al agua de determinadas fuentes. Algo había aunque no se viera ni oliera. Y la gente prefería morir de cirrosis con 40 años que de disentería con 20.
Londres y el cólera
Esta ciudad y esta enfermedad fueron determinantes para que la teoría de los gérmenes se impusiera a la miasmática. El Londres dickensiano del siglo XIX era una urbe monstruosa de dos millones de personas sin los servicios básicos mínimos. Las epidemias de cólera asolaban de forma periódica diferentes barrios. Las teorías miasmáticas y los prejuicios sociales y religiosos dominaban la escena, pero algo no cuadraba.
Fue en la epidemia de 1854 cuando un grupo de científicos empezaron a desmontar que el cólera fuera algo que se olía. Simplemente los datos no cuadraban: barrios igual de hacinados y con los mismos olores se habían librado de la epidemia mientras otros habían sido arrasados.
La visión analítica y descreída de unos pocos había demostrado que el cólera no era algo que se oliera sino algo que se bebía. Concretamente de un determinado pozo en el barrio de Golden Square en ese brote concreto. Su sellado permitió parar el contagio y supuso un cambio a la hora de afrontar las diferentes epidemias. El terreno estaba listo para que científicos como Pasteur o Koch asentaran la teoría microbiológica de las enfermedades.
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