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La dirigente popular, Soraya Sáenz de Santamaría.

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La dirigente popular, Soraya Sáenz de Santamaría. Efe

La aparente tranquilidad de los derrotados

Rajoy salva el trámite con formalidad, no enseña sus heridas en su discurso, no se lame en público, mientras la familia de Sánchez asiste desde la tribuna al día «histórico» del líder del PSOE

domenico chiappe

Madrid

Viernes, 1 de junio 2018, 16:20

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Rajoy entra al hemiciclo justo a tiempo para usar su turno de palabra. Después de una simbólica ausencia en el debate inútil después de que el PNV anunciara su apoyo a la censura de su figura. Apenas asoma, la bancada del PP le aplaude de pie. Corea: «presidente, presidente» y él, siempre con paso seguro, se sienta. Espera, se levanta y saluda como un director de orquesta. La aclamación dura dos minutos. Ordena callar. Sus ministros obedecen antes. Ocupa el estrado. Pide «disculpas» por las posibles ofensas y agradece. «Suerte», dice. Son las 10.27 h. Cuatro minutos y nada más como despedida. Breve y parco. Alejado de la confrontación del día previo, hoy cumple con las formas del buen perdedor hasta el último minuto de su cargo. No enseña sus heridas, no se lame en público.

Al término de la sesión, ya defenestrado, se levanta con gran rapidez y cruza los metros que le separan de Sánchez, que apenas tiene tiempo de ponerse en pie y bajar un escalón. Rajoy le estrecha la mano, algo dice, y da media vuelta. Sánchez se deja fotografiar y felicitar, bajo la mirada atenta de su familia. En la tribuna, del lado izquierdo, donde sólo le podrán ver el perfil, aunque se buscarán la mirada con cierta frecuencia, están su hermano, David Azagra; su madre, Magdalena Pérez-Castejón, y su mujer, María Begoña Gómez, en este orden. Desde primera hora han seguido el debate y la votación. Desde la primera fila supervisaron a la bancada del PP, cuando aplaudían o abucheaban como si estuvieran en el estadio. Se removieron incómodas, tomaron posición de alertas cuando tocaba a Sánchez hablar, se hicieron comentarios al oído. La madre, de gafas grandes, traje oscuro y tieso peinado, se mostró incómoda, quizás enfadada, cuando Hernando llamó «parásito» a Sánchez. Era su día «histórico» y el próximo presidente quería compartirlo con su familia. Su esposa vistió de rojo.

A Rajoy, mientras tanto, sus ministros y diputados le cubren las espaldas en la retirada. Es la soledad, a pesar de la multitud. Arropado de núcleo duro, Rajoy parece rehuir al consuelo, no desea exponer su cadáver más de lo necesario. Tampoco entonar una canción de despecho. El PP se dispersa, en silencio.

Entre las últimas en salir, Soraya Sáez de Santamaría se entretiene en el pasillo, una hora después de la certificación de la derrota. «Si no te abstraes, estás muerto», dice con filosofía, a un grupo de periodistas que la rodea. «La vida es un entrenamiento».

-¡Es viernes, hombre! –pide sin ahínco Fátima Báñez, a su lado-. ¡Dejadla!

Pero Sáez prosigue, en actitud tranquila, que ha mantenido durante toda la jornada: «Hemos estado siete años. Con todo, tenemos la satisfacción de haber cumplido con nuestro deber y no lo hemos hecho nada mal. Sabemos cómo estaba en 2012 y cómo nos vamos».

Se abre paso, pero se detiene antes de alcanzar el patio: «Esto apenas comienza, sigo siendo la vicepresidente en funciones». Poco después, al salir del espacio blindado del Congreso, escucha los gritos de una muchedumbre en la acera de enfrente: «¡Fuera, fuera!», gritan, hasta que ella desaparece rumbo a Neptuno.

Los minutos cruciales

Cuando faltan pocos minutos para empezar la votación de la moción de censura, el asiento de Mariano Rajoy permanece vacío. En ausencia del todavía presidente, Rafael Hernando le habla como si estuviera muerto o fuera invisible y omnipresente: «Sé que me estás escuchando, presidente», dice. «A usted lo van a echar los que perdieron las elecciones». Tampoco está la vicepresidenta. Cuando Pedro Sánchez se acerca al final de su intervención, Soraya Sáez de Santamaría ocupa su lugar, vestida con chaqueta del mismo blanco intenso que eligió Cifuentes para sus últimas fotos. A las diez hay revuelo en las alertas del móvil: Rajoy ha llegado al Congreso, pero no entrará al hemiciclo hasta las 10.23, cuando Sánchez diga su última palabra.

Los demás ministros, esos generales de un ejército derrotado sin querer firmar armisticio, sí están sus posiciones. Vestidos con elegancia clásica, hombres y mujeres. De fiesta nocturna o velatorio. Lo segundo a juzgar por sus caras. Un puñado de viudas con amargas palabras de desamor y reproche. No hacia el líder, a pesar de no estar en las horas cruciales. Sí hacia sus otrora aliados. Con desdén se refieren a los resquicios constitucionales que permiten la caída del Ejecutivo. La ausencia de Rajoy hace patente la política invisible, las negociaciones que no se discuten en público. Ayer en la mañana, ante la incertidumbre de la decisión final del PNV, todavía se veía fuerte, capaz de usar una grieta para esquivar la debacle. Maniobraba aún. Pero Sánchez se había adelantado.

Con poco o nada por hacer, salvo cumplir el trámite, Pastor anuncia una pausa para el café. Los del PP se guarecen en los cuarteles de invierno. Ninguno en los bares aledaños. Ni siquiera en Casa Manolo. En la hora aciaga no se dispersan. Vuelven juntos, Rajoy entre los primeros. Sentado en su esquina, los fotógrafos les apuntan, primeros planos de sus últimos minutos, mientras sus diputados suben por su lado y le dicen algunas palabras de apoyo, que encubren las condolencias. Un ujier despeja la zona y Pastor da inicio al protocolo. Por sorteo, la votación empieza por «Rivera», así que Rajoy queda casi de último. Él sonríe con Soraya, conversan. Ni siquiera intentan taparse la boca, como antaño, como ya es costumbre entre los diputados y los futbolistas. Con la vista en el móvil, no se inmuta cuando uno de los suyos equivoca el «no» por el «sí». Brazos cruzados. Toca su turno, se levanta sin erguirse. Su «no» apenas se escucha.

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