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La temida soledad del político

La temida soledad del político

Aplausos y chanzas interrumpen a uno u otro líder, mientras se presenta la moción de censura con un Rajoy a la defensiva y un Sánchez tenso que evita salirse del guion pero que relaja a los diputados del hemiciclo

Doménico Chiappe

Jueves, 31 de mayo 2018, 13:04

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La soledad de los pasillos del hemiciclo durante las sesiones, que deja escuchar el crujir de la madera del suelo cubierta por la alfombra, es lo temido por el líder. Esa soledad que conlleva al aislamiento. En un país de heterogéneos representantes políticos, con realidades regionales particulares, con un puñado de quinielas para alcanzar la mayoría parlamentaria y con cuatro partidos empatados técnicamente según las últimas encuestas, la soledad conduce a la derrota, a la desaparición. Las señorías del Congreso tienen un rol, aparte del voto dirigido por el partido: arropar al jefe. Cuando toca aplaudir a Rajoy, ya sea en sus inflexiones teatrales para la aclamación o al término de sus dos intervenciones, los diputados del PP se levantan sincronizados por la costumbre y el tiempo, sin exaltación, más bien con cierta pereza. Los aplausos sincopados pero laxos. Juega a favor la arquitectura del edificio, su buena acústica, su disposición semicircular que abarca la visión periférica del líder cuando voltea hacia los suyos. Fuera Rajoy y, en menor medida, Ábalos, en las dos primeras vueltas de la moción de censura.

Entre el público, Echenique, esquinado y solo, excepto por su tableta, no cruza miradas ni siquiera con Monedero, a unos sillones de la tribuna, con camiseta juvenil negra sobre sus viejos brazos: «Llévate una rebequita en la noche porque hace frío», impresa en la tela. Le gusta el fucsia al antiguo líder de Podemos, quien sí ha mordido el polvo de la separación de su partido pero se ha recolocado como portavoz oficioso, color que usa en la braga del cuello, en el adorno de sus zapatos y en una pulsera que combina con el forro plástico del móvil, que vigila, como todos los demás en esta majestuosa sala de telones bermejos. Porque la tecnología une y aísla. En cenital se constata que ningún diputado desdeña su adminículo digital. Móvil o tablet y, en varios casos, ambos. Dejan uno y recogen otro. El multitasking, lo llaman, el estar pendiente de las redes sociales y los diarios, sin perderse las palabras del líder, preparados para el aplauso y la chanza. Aunque hoy sólo hay dos grupos que hacen ruido, PP y PSOE. El resto del quórum está compuesto de invitados de piedra, casi invisibles, a la expectativa. Sus cartas están sobre la mesa.

Pero aún hay un as escondido. Las intervenciones de Ábalos sirven de calistenia, precalentamiento antes de la carrera que aguarda Sánchez, mandíbula de actor de los cincuenta en la que se graba su tensión visible a treinta metros de distancia, cuando aprieta los dientes con fuerza. En el estrado Rajoy practica su ironía, que responde en igual medida el improvisado portavoz del PSOE, con llaneza de «valenciano», dice. En su turno hay intercambio de gallinero, entre la barra brava del PP y él mismo, cuando asegura que «me leí la sentencia (de Gürtel)» y los del PP se burlan: ¿Las 1.600 páginas?, sueltan por aquí, por allá. Quizás ninguno de los presentes la ha leído. Ni ésa ni otras. ¿Y la Constitución que tanto mientan, la habrán leído? «Decidme entonces qué parte leo», sugiere Ábalos con el mismo tono que Rajoy, con quien bien podría compartir peluquero. Su gente aplaude la ocurrencia. Buen contraste hay entre la eficacia de la improvisación de Ábalos, con la rigidez de Sánchez, que no se sale del guión, ni siquiera para responder a Rajoy. Y se justifica el líder socialista con una frase escrita ya desde ayer por la previsible actitud del presidente de Gobierno: «No espere de mi parte ningún insulto en el debate». Algo que no ahorra Rajoy, cuyo discurso contiene un buen diccionario de adjetivos no muy gratos.

Ante la rigidez de Sánchez, quizás denotada por su vestir de traje, camisa blanca y corbata a quien durante un tiempo prefería remangarse como Iglesias (y ahora ambos van con americana, justo cuando suben las temperaturas), su propio partido no se muestra prieto. Resulta curioso que no todos los suyos le aplaudan y que el resto de la cámara se relaje. Empiezan las conversaciones de sobremesa desde un asiento al de al lado, de una esquina a la otra. Pasillo mediante, ocurre la buena charla. Los desniveles se salvan de pie. El rumor como ruido de fondo. Alguno del PSOE lo nota e interrumpe a Sánchez con una palmada de película gringa que busca el coro, alertado por esa pérdida de atención y tensión a los veinte minutos de intervención de Sánchez. La falta de autoridad de quien busca el apoyo de más partidos aparte del propio. Interviene Ana Pastor, de rosa pálido, impávida como una de las esfinges que franquean su estrado, y apenas pestañea: «Silencio, por favor». Sobre ese molesto rumor de río vocal, Sánchez da en el clavo, quizás mirando sus propios miedos: «Su soledad, señor Rajoy», y con esta retórica empieza sus frases.

Y luego, muestra sus cartas ante el PP, aquello que podría despejar la incógnita de la moción de censura, la incertidumbre de los apoyos. El punto crucial: «Este no es nuestro presupuesto pero lo vamos a mantener por respeto de Estado». Esta disposición a mantener lo negociado por el PNV para lograr su apoyo, sienta como un mazazo al presidente de Gobierno, mientras su bancada jalea. Ayes y noes. Rajoy, que siempre evita sostener la mirada del oponente, cabizbajo. Sobreescribe rápido sobre folios impresos y un cuaderno de espiral. Y mastica. Mastica fuerte, de forma diferente a como antes Sánchez mordía sus molares, pero en el fondo tan parecido. La soledad, la soledad a la vuelta de la esquina.

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