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Lo habían hablado alguna vez en casa. «Mamá, si me pasara algo, lo primero que tienes que hacer es desenchufarme. No quiero vivir como una ... planta». María ni se planteó ese escenario, que ahora parece una macabra premonición. «Yo le respondía: 'No, hijo, será al revés'. Por ley de vida, debería haber sido él quien me lo hiciera a mí. Soy la madre, yo debía haber muerto antes que mi hijo».
Se llamaba José Carlos y tenía 19 años. La madrugada del 16 de agosto, cuando se encontraba de fiesta en la zona del paseo marítimo de Fuengirola, empezó a encontrarse mal. Su amigo lo acompañó a la playa para ver si se le pasaba. José Carlos gritaba sin cesar el nombre de su hermano y comenzó a echarse arena en la cara -creyendo que era agua- para calmar la quemazón que sentía por dentro. Entró en parada cardiorrespiratoria.
La pregunta, esa que ella creía que nunca le harían, se la soltó a bocajarro un médico del Hospital Costa del Sol la mañana del 16 de agosto. «A las 12 del mediodía salió un médico y me dijo que su cerebro ya no funcionaba solo. Estaba en muerte cerebral. Me explicó que su estado no iba a cambiar y que había que desenchufarlo. 'Si usted no da permiso, se lo plantearemos al juzgado', me dijo. ¿Perdone? Déjeme un momento que entienda lo que está pasando. Déjeme reaccionar».
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«Yo tuve que tomar la decisión de desconectarlo», afirma la madre del joven, que es holandesa, aunque reside en la provincia de Málaga desde hace años. Se derrumba, la primera de varias en la entrevista, pero continúa: «Fue horroroso. Te dejan allí esperando... Estuvimos con él hasta que terminó. Después, me dijeron: 'Salga usted de la habitación, que vamos a prepararlo'. Tenían que llevarse el cuerpo porque necesitaban esa plaza para otra persona».
María se fue a casa. Su amiga Eva, que ha visto crecer a José Carlos -«hemos criado juntas a nuestros hijos»-, llegó poco después para acompañarla. Primero fueron a comisaría y luego contactaron con la funeraria. «El empleado me preguntó: '¿Usted en el hospital no ha bajado a velar (a la capilla) a su hijo?'. Nadie me dijo que podía hacer eso. Podría haberme quedado allí para despedirme», se lamenta la madre, que se queja de la «falta de información y de tacto» en el proceso. «A mí me pasa cualquier cosa -añade- y sé lo que tengo que hacer. Pero ante algo así... No sabes qué pensar, se te oscurece el mundo y no tienes ningún tipo de apoyo psicológico. La asistencia social me llamó una semana después. ¿Para qué? Ya no hacía falta».
José Carlos estaba en Málaga de vacaciones. «Siempre viene en agosto por mi cumpleaños», interviene su hermano, que cumplió 16 un día antes de su muerte. Eran de videollamada diaria. El chaval se viene abajo al escuchar la canción que su hermano tenía en Youtube. La música -componía sus letras de rap- y el deporte, que le ayudó a perder 20 kilos en un año, eran sus principales aficiones. También la informática, que empezó como 'hobby' y acabó en profesión. Al terminar el instituto, con 17 años, se marchó a Holanda y se puso a trabajar en una tienda de ordenadores. Le iba bien y, según su madre, iba a ascender a encargado en septiembre, al regresar de sus vacaciones.
Su madre sabía que solía consumir marihuana, «pero pastillas no, porque mis hijos me cuentan todo lo que hacen», matiza. «Probablemente tuvo curiosidad por probar algo, como le ocurre a muchos jóvenes», apunta Eva. Las dos insisten en que José Carlos era un «niño responsable» en todos sus actos, como cuando le compró una autocaravana a su madre con sus primeros ahorros trabajando como informático para que pudiera volver a España porque el clima de Holanda le hacía empeorar de la artrosis que padece «de tanto currar». Eva define a su amiga como una mujer «muy luchadora» -ha trabajado hasta de peón en la obra- que ha criado sola a sus hijos con «muchos palos por el camino».
José Carlos no quería que su hermano fumara marihuana como él. «A mí me daba la impresión de que lo tenía bajo control. Yo me he levantado a las cuatro de la madrugada para ir a recogerlo porque no se quería subir en el coche de un amigo que había bebido». Por eso María accede a hablar: «No quiero que la gente piense que era un yonqui ni uno más que toma pastillas. Era un chico lleno de proyectos. Quería montar su propia empresa de informática en Fuengirola con unos amigos mientras seguía trabajando en Holanda para ganar dinero. Quería comprar un terreno para que tuviéramos una casa con un huerto ecológico y construir un centro social para chicos de su edad».
Lo que saben de aquella noche es por boca del mejor amigo de José Carlos. Esa tarde, la del 15, habían estado en el 'skatepark' de Fuengirola. Al llegar la noche, le dio su mochila a su hermano para que se la llevara a casa y se despidió de él para irse de marcha con su amigo. «Mamá, guarda la comida para luego, que cenamos por ahí», reza el último mensaje de WhatsApp que María recibió de él.
El teléfono sonó a las cuatro de la madrugada. La llamada era del hospital. María ha ido reconstruyendo a partir de ahí los pedazos rotos del puzzle. José Carlos y su amigo conocieron a unas chicas en el reservado de un pub y fueron a pillar tres pastillas: una para cada uno y la tercera, para invitar a una de las jóvenes. «Sabemos que la chica no quiso tomársela», dice Eva. Las cábalas que se hacen es que José Carlos, pensando que la primera no le había hecho efecto, se tomó quizá la segunda, aunque su amigo asegura que no lo vio ingerirlas.
La policía también ha ido encajando piezas y ha detenido al camarero que presuntamente se las vendió -él sostiene que fueron cinco, aunque la familia no lo cree- y otras dos personas que, al parecer, las pusieron en circulación. Los tres están investigados por los delitos de homicidio imprudente y contra la salud pública. La autopsia tendrá que determinar si José Carlos falleció por sobredosis o porque las pastillas estaban adulteradas.
María quiere pensar que fue lo segundo. «A mí me gustaría que la gente abriera los ojos, que esto puede pasar, que se te puede ir de las manos. No sé lo que salió mal, pero sí sé que eso -las pastillas de éxtasis- es una porquería. No se sabe de dónde vienen, ni quién las vende. Los jóvenes no saben lo que se meten. Es como si te dicen que es ibuprofeno y, en realidad, es paracetamol».
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