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Ablaye Mboup vino a España, como tantos otros subsaharianos, a buscarse la vida y enviar algo de dinero a su familia. Dejó a sus tres hijos en Thiès, la tercera ciudad de Senegal, donde trabajaba en la banca. En Fuengirola podía ganar tres veces más vendiendo bañadores en la playa.
Quizá te vendió un biquini y no reparaste en él. Quizá colocó en la estantería del súper el paquete de macarrones que tú echaste en la cesta de la compra. O quizá te sirvió el menú del restaurante donde trabajaba. Porque Ablaye era, para ti y para mí, alguien anónimo hasta hace poco.
Ablaye salió de ese anonimato cuando contó, a través de las páginas de SUR, que sólo quería cumplir su última voluntad: morir acompañado de su hijo mayor. Sufre una hipertensión arterial pulmonar, una patología rara y muy grave que en casos contados puede ser crónica. No en el suyo.
Su historia, a la que este periódico ha dedicado dos portadas, conmovió a la gente hasta el punto de que 60.000 personas firmaron en la plataforma change.org una petición para que las autoridades concediesen a su hijo un visado especial para que viaje a España y acompañe a su padre.
Haya sido la presión mediática o la popular, las llamadas incesantes de su cardiólogo, el doctor Rafael Bravo, que se ha volcado en el caso, la diplomacia, la Casa Real o la Diócesis de Málaga, que también ha intervenido, lo cierto es que lo que hace una semana parecía un imposible hoy es una realidad: el hijo de Ablaye ya tiene el visado que le permitirá viajar a España.
«Está contentísimo, todavía no se lo cree», expresa, al otro lado del teléfono, el médico que asiste al senegalés. Cheikh, el mayor de los tres hijos de Ablaye, llevaba varios días plantado en la puerta del Consultado español en Dakar hasta que hoy, por fin, lo han atendido. Ya tiene el pasaporte sellado. Su viaje a España para atender y acompañar a su padre es inminente.
La hipertensión arterial pulmonar que sufre Ablaye provoca que las paredes de las arterias pulmonares se engruesan y se reduce el paso de la sangre, lo que acaba provocando una hipertrofia del corazón, que se ve obligado a realizar un mayor esfuerzo para bombear la sangre.
La medicina sólo alcanza a ofrecer soluciones terapéuticas, pero hay pacientes que, pese a los fármacos, se quedan sin alternativas y el tratamiento se vuelve paliativo. En ese último estadio, la enfermedad se vuelve mortal en un corto plazo de tiempo. Es ahí donde se encuentra el senegalés.
Le diagnosticaron la enfermedad en 2010 en el Hospital Costa del Sol, donde le pusieron en tratamiento con fármacos por vía oral. Evolucionó bien hasta 2018. Pero ese año empeoró y los cardiólogos recurrieron a un medicamento por vía intravenosa, el epoprostenol, un potente vasodilatador obtenido de la prostaciclina.
Para administrarle este fármaco, necesita un catéter directo al corazón y una bomba de perfusión, que viene a ser una petaca algo más grande que un móvil con la forma de un bolso bandolera que lleva permanentemente colgada al cuello, bajo la ropa. Si se le acaba el medicamento, el paciente puede fallecer en menos de un día.
Cuando la enfermedad alcanza esa fase, la esperanza de vida a cinco años es del 20 o a lo sumo el 30%. «Es peor incluso que los cánceres más agresivos», indica el doctor Rafael Bravo, que ha asistido y acompañado a Ablaye en todo este proceso y que ahora trata de ayudarlo a cumpla su última voluntad y que, al menos, tenga una muerte digna.
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