Sin techo: vivir siempre en estado de alarma
Gabriel, Manuel o Fali sortean la vida en la calle desde hace años. Y ahora con toque de queda. Así viven, en un equilibrio imposible entre los miedos de siempre y los nuevos
Dicen los que trabajan a pie de calle y miseria que los días al raso se acumulan con tanta lentitud que las fechas importantes terminan ... siendo un puzzle de piezas desordenadas. El día en que todo hizo 'crack', la desaparición del cordón umbilical con una familia que dice 'basta', la pérdida del trabajo y del débil suelo que se abre poco a poco bajo los pies. El primer colchón en un parque, en un cajero automático o debajo de un puente...
Gabriel Belmúdes, sin embargo, lo tiene todo bien archivado en su cabeza.
«¿Que desde cuando llevo en la calle? Desde mayo de 2018». Lo dice a bocajarro, detrás de la mesa de picnic de la zona de La Virreina que ha convertido en su hogar y que lo protege, en pleno campo, de la «vergüenza» de haber llegado hasta ahí. Sus 61 años de historia van ligados a una madre a la que cuidó «hasta el final» y a un padre al que nunca conoció. Cuando ella murió y llegó la hora de pedir la pensión, el 'no' de la administración se convirtió en el primer peldaño de su bajada a los infiernos. «Tenía la casa en la que habíamos convivido, pero la nevera se quedó vacía y yo no tenía ni para una pastilla de jabón (…). Y olvidado de todo el mundo». También recuerda el día en que decidió acabar con todo: «Me subí a una silla para ahorcarme, pero en ese momento una vocecilla me dijo que por qué no vendía la casa y me lo gastaba todo en emborracharme».
Y así lo hizo.
Aquella vocecilla le salvó de la muerte pero no del purgatorio de la vida en la calle. La pandemia le regaló un paréntesis de varios meses en el albergue de Inturjoven, en Torremolinos, que se convirtió en el único refugio de los sin techo cuando el mes de marzo obligó a toda la población a confinarse en sus casas y a ellos a desconfinarse de la calle.
Gabriel aporta otra fecha: «Desde el 26 de mayo llevo en esta mesa». Ahí salva los días con lo que consigue para comer en Er Banco Güeno de La Palmilla o en Cruz Roja, pero en las noches busca el abrigo de las farolas en el parque cercano porque tiene miedo a que le roben o a que le agredan. «¿Qué hago yo si se llevan mis zapatos?», se preguntan mientras desliza sobre esa mesa su carné de identidad. «Gabriel, lo peor es que te quiten la documentación, cuídala», le dice Jesús Postigo, que sabe por experiencia que esa pérdida del DNI o del documento que los identifica es el camino directo al limbo total. Jesús es el conductor de la unidad de calle del servicio de Puerta Única, que asiste a las personas sin hogar, pero su trabajo va mucho más allá del volante. Hoy tiene de compañera a Estefanía de las Cuevas, pura vocación en su trabajo como psicóloga y segunda pata de este equipo que, más que conducir, trata de reconducir las vidas de los más de 125 'sin techo' que cada día duermen al raso en Málaga capital. Con ellos, hacen turnos los 365 días del año trabajadores sociales y mediadores.
La pandemia y el toque de queda han dejado a personas como Gabriel aún más expuestas. Que la calle es un lugar peligroso ya lo sabían porque ellos viven un estado de alarma permanente. Por eso Jesús y Estefanía tratan en estos días de convencerlos para que pasen la noche en el albergue municipal: allí se han habilitado 60 plazas extra a las 96 habituales para que al menos el toque de queda los pille a resguardo. Aunque no todos lo aceptan, Gabriel está dispuesto a agarrar esa mano. «Sí, sí, esta noche voy que además ya empieza a hacer frío», promete. A cambio, todos los que como él den el paso tienen que someterse a un test rápido para confirmar que están libres de coronavirus.
Rafael Arcos, 66 años, prefiere no moverse de su cajero. «No me sirve esa solución... Ahora me voy dos o tres noches allí y cuando vuelvo ya me han quitado mi sitio». Su sitio está en la avenida de Carlos Haya, sobre una acera que reúne en un puñado de metros el cajero donde duerme y el supermercado donde los vecinos le dan la comida necesaria. «POR FAVOR, PIDO AYUDA. VIVO EN LA CALLE», reza un cartel a sus pies. Las plegarias se le agotaron a Rafael, «ferralla en mis tiempos», hace cerca de tres años. Vivía en un piso de alquiler, acumuló varios meses sin pagar y la única salida fue la calle. Ahora mata el tiempo dibujando. «Me gusta pintar; no los vendo, los regalo a la gente porque en general se portan muy bien conmigo», dice sentado sobre un puñado de mantas. Tampoco le ha molestado la Policía Local en estas noches de toque de queda: «A veces hasta me ayudan». «¿Pero sabe qué? –se interrumpe– Que estoy harto de cajero».
Rafael, 66 años: «Si me voy dos o tres noches al albergue, cuando he vuelto me han quitado el sitio en mi cajero»
En el de enfrente (mal)vive Merci, una joven madre senegalesa que perdió a sus hijos por sus problemas de salud mental. «Ahora no nos vamos a acercar, se ve que no tiene su día y a veces es mejor dejarles su espacio», diagnostica Estefanía. Su ojo clínico no falla: desde la distancia, el equipo ve cómo se le acerca una señora para ofrecerle ayuda y ella comienza a revolverse en su saco de dormir hasta que la echa de su lado. «La última vez que fuimos a verla y le ofrecimos la bolsa de 'picnic' nos la tiró en la cara», añade Jesús, que a pesar de todo no sabe lo que es darse por vencido. «Esta tarde volvemos, a ver si está mejor...», resuelve aplicando una estrategia que confirma que, a veces, la mejor ayuda es no molestar.
«Aun así, a todos los tenemos controlados aunque sea en la distancia. Ten en cuenta que, para muchos, nosotros somos el único vínculo al que pueden recurrir si tienen un problema o se ponen enfermos», añade Estefanía. Esa ayuda incluye acompañarlos al médico o a gestiones administrativas, o informarles de los recursos que tienen a su disposición. También cosas sencillas como ofrecerles cama, ducha y aseo en el albergue municipal o garantizarles, en esta nueva y extraña normalidad, las mascarillas de repuesto.
Una ducha hace dos meses
«La última vez que fuimos a darnos una ducha llevábamos dos meses sin ver el agua. ¡Imagina cómo nos sentó!». A Manuel Gómez, 61 años, es fácil intuirle la sonrisa cuando recuerda ese momento. Su refugio está en uno de los bancos exteriores de la Iglesia de Santa Rosa de Lima, a unos metros de Rafael y de Merci. A diferencia de ellos, él no está solo en la calle. A los mandos de su silla de ruedas está Rafael Jiménez, «Fali para todos», de 55 años. Tras su mascarilla se adivina una barba poblada y desordenada y lleva una gorra con el escudo del Real Madrid. En ese dream team que regatea la miseria también está José Antonio, que no sale en la foto porque acaba de acercarse a una cafetería para recargar el único móvil con que cuenta este equipo de «hermanos de calle», como define Fali. Los tres dan forma a esta familia heterogénea que desde hace tres años sortea los balonazos de la vida: «Esto es inaguantable. El frío, la lluvia, ¡qué mala es la calle, señorita!...», arranca Manuel antes de entrar de lleno en la huella que han dejado en su cuerpo las noches al raso: «Tengo la columna hecha polvo y una atrofia muscular. Estoy esperando a que me metan mano, pero, mientras, tengo que ir en esta silla de ruedas porque desde hace dos meses no puedo ni andar». Fali suma la suya propia: «Yo padezco del hígado y del páncreas y ahora tengo conjuntivitis». Este ferralla «de padre perchelero y madre trinitaria» cotizó, explica, durante 21 años, pero su «mala cabeza» terminó con la paciencia de su familia y con él en la calle. Ahora, comparte días y noches con esos hermanos de banco: «Por las mañanas, cuando nos levantamos, el que está más animado tira de los otros dos... y así nos vamos apañando». Hoy le toca a él tirar de Manuel: «Venga, que te voy a dar un paseíto para que te dé un poco el sol», le dice en un tono que pretende tierno y dando unos golpecitos en su silla de ruedas. Fali arranca la marcha, pero antes le confirma a Jesús y a Estefanía que esta noche irán al albergue para pasar el toque de queda y darse una ducha.
Ambos celebran esas pequeñas conquistas como la parte más gratificante de su trabajo. «Cuando llegas a casa y te das cuenta de que has puesto aunque sea un granito de arena en ayudar a alguien nos lo compensa todo», dice Jesús. Estefanía asiente y añade a ese diagnóstico el factor 'equipo': «Si confías en la persona que tienes al lado y hay una buena comunicación se nota en la ayuda que das». En ese trabajo a varias bandas, la unidad de Puerta Única se coordina como un reloj con otros servicios municipales, caso del propio albergue, la Policía Local o el Área de Parques y Jardines: allí se reciben las llamadas –la mayoría de vecinos– que permiten localizar y asistir a las personas que viven en la calle. De hecho, el aviso de La Virreina ha llegado gracias a un residente que en su paseo cotidiano por el parque forestal ha visto a Gabriel y a otro 'sin techo' en dos puntos distintos.
El primero es un viejo conocido de los trabajadores sociales. El segundo, no. «Tengan cuidado que ése es 'mu saborío', va recogiendo las colillas y da muchas voces», advierte el vecino a Jesús y a Estefanía. Es entonces cuando el equipo pone a prueba su capacidad de persuasión: «Hay veces que se ponen agresivos, pero entonces cambiamos el chip y lo intentamos de otra manera», confirma Estefanía, consciente del difícil equilibrio que representa el intentar, por un lado, que acepten la ayuda pero hacerlo, por otro, en un contexto donde las enfermedades mentales y las adicciones levantan un muro casi infranqueable en la mayoría de los casos.
En esa mayoría está Dominique, un joven checo que lleva en la calle siete años y que hace tres meses se estableció en una de las aceras de calle Cuarteles. Allí, a las puertas de un supermercado, parece recibir más comida de la que es capaz de consumir, porque cuando llega la unidad lo primero que hace es ofrecerles les una bolsa con barras de pan. «Venga, que es muy temprano para beber», le pide la psicóloga apartándole con mimo la botella y ayudándole a colocarse la mascarilla. A ella, dice Jesús, es «a la única que hace caso». «¿Te vas a venir conmigo?, ¿no? Pues la semana que viene vengo a por ti para la ducha», le avisa la joven tratando de ganárselo. Justo cuando se dan la vuelta, Dominique se baja la mascarilla y se pasa la mano por la barba. Necesita afeitarse. Hoy no, pero quizás en el turno de mañana haya suerte y acepte ir a pasar la noche a cubierto. Y eso, en la guerra de la calle, es una batalla ganada.
Puerta Única, un servicio que cumple una década a pie de calle
«La mejor manera de ayudar es trabajar coordinados». Lo dicen, con la experiencia acumulada de diez años al frente de Puerta Única, la coordinadora de este servicio municipal, Mariluz Alcarazo, y la jefa de servicio de Acción Comunitaria y Dependencia Auxi Martínez. Esa forma de actuar y de sumar voluntades cristalizó en octubre de 2010 tras la integración de los recursos del propio Ayuntamiento pero también de una docena de entidades de ayuda como Cáritas, el Comedor de Santo Domingo, Málaga Acoge, Accem, Cruz Roja, Arrabal, Rais o Adoratrices.
En la actualidad cuentan con 335 plazas para personas que viven en la calle, y que se reparten entre aquellas que ofrecen soluciones más o menos estables y otros servicios pioneros en la ciudad, como el centro Calor y Café de Cáritas, donde los sin techo pueden ir a pasar la noche. Ese trabajo transversal permite que la acción con los más vulnerables «no esté basada en el asistencialismo, sino en la promoción personal y en la ayuda en varios frentes para que puedan salir de esa situación tan difícil», confirma Martínez.
La pandemia ha incrementado levemente el número de personas sin hogar y ha modificado el perfil de los afectados, un hombre español de entre 40 y 50 años: «Esta realidad es muy sensible a los cambios sociales, y esta situación, al final, nos afecta a todos», zanja Alcarazo.
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