El naufragio de Antonio María Álvarez
Víctor Heredia
Jueves, 24 de julio 2025, 00:34
Antonio María Álvarez fue uno de los grandes protagonistas del desarrollo urbanístico y económico de Málaga durante el siglo XIX. Nacido en Granada en 1799, ... en la década de 1830 se hizo con la propiedad de dos conventos desamortizados. Uno de esos conventos fue el de las monjas agustinas, en plena Plaza de la Constitución, en cuyo solar construyó un pasaje comercial y de viviendas que recibió su apellido, el Pasaje de Álvarez, aunque con el tiempo se impuso el nombre que le dio el pueblo: Pasaje de Chinitas.
El otro monasterio que adquirió fue el de San Francisco, entre la calle Carretería y el río Guadalmedina. En este amplio terreno abrió la plaza de San Francisco y algunas calles, edificó viviendas, unos baños, la sede del Liceo, una residencia propia con jardín y una plaza de toros. En 1864 decidió demoler el coso y en su lugar hizo más casas con una calle, llamada Álvarez, por supuesto. La de al lado sigue siendo la calle Purificación, por su segunda esposa, Purificación Moya Chacón.
Álvarez se convirtió en un afanoso constructor que contribuyó decisivamente a la transformación urbanística y social de Málaga en las décadas centrales del siglo XIX, siendo uno de los principales contribuyentes de la ciudad en aquellos años.
Pero la figura de Antonio María Álvarez Gutiérrez siempre ha estado confundida con la de un coetáneo de idéntico nombre, el mariscal de campo Antonio María Álvarez de Thomas (1785-1848). Este último ocupó el gobierno político y militar de la ciudad entre 1833 y 1834 y en los años siguientes combatió a los carlistas en diferentes zonas del país. Mantuvo un estrecho vínculo con Málaga, por lo que en las fuentes de la época encontramos con el mismo nombre a dos personas distintas con diferentes actividades.
El primer negocio que conocemos del Álvarez que nos interesa fue el del asiento con el Estado para el abastecimiento de los presidios menores del Norte de África, es decir, la plaza de Melilla, el Peñón de Alhucemas y el Peñón de Vélez de la Gomera. Este contrato, que proporcionaba buenos beneficios, suponía la obligación de suministrar víveres y suministros para las guarniciones establecidas en dichos puntos. Precisamente fue en el ejercicio de esta actividad empresarial en la que ocurrió el hecho que el propio Álvarez narró en un opúsculo que imprimió en 1853 con el título de «Mi naufragio». El episodio había ocurrido en 1836 y constituyó una prueba de su carácter audaz y decidido. El 28 de octubre se embarcó en el falucho El Caimán, con destino a Melilla, junto a otras doce personas, entre marineros y pasajeros. El barco portaba una carga compuesta por víveres para la guarnición de aquella plaza. En la tarde del día siguiente la embarcación avistó la costa norteafricana y poco después acabó encallando en un banco de arena, sin que quedara claro el motivo, ya que el mar estaba en calma.
El agua empezó a inundar la embarcación y, en medio del desorden que reinaba entre los tripulantes, nuestro protagonista bajó a la cámara para intentar recuperar un cofre con dos mil duros en oro y plata. Entonces el oleaje tumbó el barco y un aparejo golpeó en la cabeza a Álvarez, que perdió el conocimiento y tragó mucha agua salada. Cuando se recuperó, se sentía tan mal «que pedía por favor me asesinaran».
El grupo, en el que había una mujer, decidió abandonar el lugar e inició una marcha errante hasta que llegaron a un poblado, donde les proporcionaron alimentos y los recluyeron en una casa, después de despojarles de sus pertenencias. Los rifeños los condujeron de nuevo al punto del naufragio, cercano a una aldea llamada Zama, en la que fueron encerrados en una cuadra. Álvarez consiguió enviar un mensaje a Melilla, dirigido a su agente Félix Dole. La respuesta vino con un escrito del gobernador de la plaza autorizándole a negociar el rescate. Después del correspondiente regateo, la cantidad quedó fijada en mil duros, la mitad en moneda de oro y la otra mitad en plata.
Cuando llegó Dole desde Melilla con los mil duros, el jefe se negó a recibir el oro, lo que provocó la ira de Álvarez. La tensión aumentó hasta que se llegó al acuerdo de que mientras se obtenía la otra mitad en plata se quedaran dos rehenes. Los restantes cautivos fueron conducidos a unas falúas que los trasladaron a Melilla. Habían pasado nueve días desde el naufragio. La población salió a recibirlos, las campanas repicaron y se dispararon salvas en su honor. Pocos días después fueron liberados los rehenes que habían permanecido en la aldea, de los que Álvarez no se había olvidado.
El naufragio de su hijo
El relato del naufragio de Álvarez fue reimpreso en 1858 con un añadido de tres páginas en las que contaba la tragedia que había sufrido después de la primera publicación. Su hijo Antonio María Álvarez Delgado, fruto de su primer matrimonio, había terminado los estudios de bachillerato en 1854. Entonces su padre decidió enviarlo a Alemania para que ampliara su formación. El 29 de septiembre se embarcó en la goleta Acys, que viajaba desde Málaga hacia Hamburgo con un cargamento de frutas, aceite y vino. El barco se fue a pique durante una tempestad en el estuario del río Elba en la mañana del 20 de octubre. El joven Álvarez, de 17 años, falleció en el naufragio y su cuerpo no pudo ser recuperado. Estaba escrito que un Antonio María Álvarez tenía que morir en el mar, pero no fue la única tragedia familiar. Álvarez padre tuvo otro hijo de su segundo matrimonio con Purificación Moya al que también dio su nombre. Antonio María Álvarez Moya falleció en 1874 tras alistarse en el ejército carlista. Su padre murió poco después.
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