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La estación Vialia Maria Zambrano se convirtió en un refugio improvisado en la noche más oscura de Málaga. El reloj marcaba las 23.30 horas, aunque para entonces ya se había perdido toda noción del tiempo. Más de 150 pasajeros esperaban en su interior, aunque sin saber muy bien a qué ni tampoco por cuánto tiempo.
Las horas previas de apagón e incomunicación ya habían hecho mella en las personas que se habían quedado en tierra, como se reflejaba en sus rostros, marcados por el cansancio. Tumbadas en los bancos o en el suelo, apoyadas sobre las cristaleras o sentadas en las sillas de la cafetería, intentaban encontrar una posición que permitiera algo de descanso, aunque sin mucho éxito.
En esa especie de letargo, aquellos que todavía conservaban algo de batería en sus móviles observaban con poca esperanza cómo ésta seguía cayendo en picado para esas horas, sin posibilidad de cargarlos. La incomunicación, para entonces, ya estaba prácticamente asumida. Aun así, de vez en cuando, comprobaban si había conseguido colarse alguno de los mensajes que habían enviado un rato antes a sus familiares.
Todavía no habían llegado los cargamentos de comida y agua ni tampoco las camas. Visiblemente molesta, Ana, de 61 años, explicaba que hacía un mes que le habían operado de una hernia complicada. La caída generalizada de la luz le dejó sin poder regresar a Zaragoza, donde ahora reside. «Llevo aquí desde las ocho de la tarde y ya no puedo estar más tiempo sentada por el dolor en la zona de los puntos», cuenta.
Un grupo de policías custodia el acceso a la estación. En su interior, efectivos de Protección Civil y personal de Vialia intentan tranquilizar y aportar la poca información de la que se disponía a quienes se acercaban a preguntar. Al cabo de un rato, para alivio de los pasajeros, llegó un pequeño furgón de Cruz Roja con la cena para todos y botellas de agua.
Sobre las doce de la noche, al fin, llegaron las esperadas camas. Sobre todo porque entre las personas que se han quedado en el Vialia también había muchos mayores y personas vulnerables que ya no sabían en qué postura colocarse para aguantar. Al personal que las estaban montando se sumaron también viajeros para ayudar a que el albergue improvisado, con casi 200 camillas, estuviera listo cuando antes para el descanso.
En esa madrugada atípica, Patricia y Víctor, de 19 y 21 años, respectivamente, intentaban resistir al agotamiento sin perder la paciencia. Apenas les quedaba un diez por ciento de batería. Como explicaba la pareja madrileña a SUR, por un momento creyeron que tendrían casa y, más adelante, una habitación de hotel; pero el apagón no les permitió acceder ni a una alternativa ni a la otra.
«Yo tengo un pariente en Málaga pero ha sido imposible contactar con ella», relataba la joven. Su familia, desde Madrid, logró gestionar la reserva de una habitación de hotel, pero en medio de ese caos, para cuando llegaron al mismo, ya se encontraba del todo lleno. «No tenían manera de comprobar nada porque tenían el sistema caído», señalaban, incidiendo en que prácticamente no habían dejado de ir de un lado a otro en busca de un techo hasta que, finalmente, no les quedó más remedio que refugiarse en el Vialia.
Marta y José, también de Madrid, se encontraron en una tesitura similar. Intentaron por todos los medios encontrar un alojamiento, pero ni siquiera tenían dinero en efectivo encima. «Cuando se ha ido la luz no nos imaginábamos que nos íbamos a quedar en tierra, así que cuando hemos buscado habitación ya era demasiado tarde, estaba todo ocupado», exponían.
En otros casos, como en el de Pilar y su marido, la preocupación iba más allá. Lo que les tenía en vilo era la incertidumbre de saber si llegarían o no a su destino a tiempo para estar con sus seres enfermos. «Nosotros somos de Marbella e íbamos a Barcelona porque la hermana de él -refiriéndose a su pareja- está muy malita y queríamos visitarla», explicaba.
Cayetano Guerrero tiene 72 años, es de Almargen y el lunes por la mañana cogió un tren desde Bobadilla a Málaga para arreglar «unos papeles del campo». A la una y media de la tarde ya estaba en María Zambrano para subirse en el media distancia de las dos menos veinte y regresar a su casa. El teléfono ya no le funcionaba y los convoyes se suspendieron. La luz se había ido prácticamente en todo el territorio nacional y no podía contactar con su hermana, con la que vive, ni con sus sobrinas. «He mandado varios mensajes pero nadie me ha contestado».
Eran las doce de la noche cuando este periódico conversó con Cayetano. A pesar de llevar diez estar «delicado», aseguraba no estar cansado. «Ahora mismo no me duele nada, pero sí tengo que decirte que me comería un par de bocadillos». A los pocos minutos, Protección Civil y voluntarios de Cruz Roja repartieron a los pasajeros con billete que se cobijaban en la estación bolsas con zumo y algunos dulces. También comenzaron a desplegar las camillas para que pudieran tenderse y descansar hasta que se reanudaran los trenes.
Para muchos, las horas pasaban lentas. Pero, Cayetano no estuvo solo todo el tiempo. Conoció a Kone Yancuba, un transportista de Valencia originario de Mali, que el apagón también dejó en tierra tras bajar un camión al puerto de Algeciras. Se contaron sus vidas y compartieron opiniones: «Hay gente pasando frío desde hace mucho tiempo y no dan mantas (eran medianoche, al rato, las proporcionaron).
Julia Rangel criticaba «la falta de información». «Nadie ha venido a decirnos nada, nos hemos enterado de que se estaba produciendo un apagón a nivel nacional por la gente de aquí que conseguía algo de internet». Ella llegó a la capital, acompañada de su familia, el pasado sábado para disfrutar de unos días de vacaciones y tenía previsto regresar apenas unas horas después de que el suministro eléctrico cayera. Si bien, se quedó incomunicada, como el resto, y con la preocupación de que su hijo se sometía a primera hora del martes a una intervención quirúrgica. «Además, a mi padre había que llevarlo también al anestesista porque también se opera pasado mañana».
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