Vidrieras
Aquellos que se alejan de las playas o las compatibilizan con el turismo cultural visitan en estas semanas templos umbríos. Iglesias y catedrales llenas de ... símbolos que, más allá de la cruz de san Pedro y las lágrimas de la Virgen, quedan la mayor parte de las veces velados para los paseantes ocasionales. En las vidrieras, en los cuadros penumbrosos se les hablaba a nuestros antepasados de una vida lejana. Fábulas, hechos dramáticos y mágicos del pasado y profecías de una vida ultraterrena. El infierno y la gloria esbozados a partes iguales. Un enigma para los que vieron levantar esos templos que hoy visitamos con la solvencia del nuevo rico. Del nuevo rico intelectual. Porque en el bolsillo llevamos el gps, wifi, el mapa del mundo, los horarios de los museos, las reservas del restaurante, del vuelo, las fotografías de esos momentos que en ese instante suponemos inolvidables y que al volver de viaje desaparecen en la memoria insondable del teléfono inteligente. Reyes del mambo. Hasta que llega el apagón.
Hasta que medio planeta se ve desarbolado porque alguien en algún lugar remoto pulsó unas teclas inadecuadas y volvió a sumergirnos en las tinieblas del pasado. Un dios, un duende o un demonio menor trastornó hace dos días la conexión mundial. Líneas aéreas, ferrocarriles, bancos, empresas de todo orden caminando a ciegas. Colas en los aeropuertos, caos, falta de información y de datos, reclamaciones, retrasos, cancelaciones y desconcierto. Y desconocimiento. Nuestros antepasados ante las vidrieras y su simbología. En manos de poderes invisibles que manejan la vida. Condicionados por una omnipresencia sin cuerpo y a la que no podemos acceder.
Los racionales, los resabiados, devueltos al claustro y a la penumbra. Las sandalias que ufanamente han pisado las losas bajo las que yacen los esqueletos de viejos obispos, transitando ahora por los pasillos inacabables de las terminales de los aeropuertos en busca de una explicación del más allá. Mirando las pantallas informativas con la misma ignorancia con la que los campesinos medievales miraban las vidrieras de la catedral. Una fantasmagoría detrás de la que no cabe otra explicación que la fe en un mundo intangible. La calavera de alguno de los capitostes eclesiásticos sobre los que alegremente transitamos, habrá esbozado una sonrisa. Cura de humildad para quienes llevan medio cerebro detrás de una pantalla táctil. El vértigo tecnológico de las últimas décadas nos ha propulsado a un tiempo que nos parecía colindante con la ciencia ficción pero que conserva grietas que comunican con un ayer todavía, y quizás por suerte, demasiado cercano.
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