Aquel verano en sepia
Sucede que el paso de los días no da tregua, que este duelo no cesa y continúa hiriendo por dentro. Sigue, si cabe con más ... fuerza, esta presión en la garganta, estas pupilas inundadas de pena y de tristeza. Se ha ido Fernando González, mi querido Fefe. Y lo ha hecho pronto, a los 51 años, víctima de un cáncer inmisericorde que se ha llevado por delante su coraje de vivir, que era el nuestro de tanto que lo contagiaba a base de risas y besos en la mejilla. Y aquí, en la Redacción de SUR, queda una silla desgarradoramente vacía y unas cuantas almas que seguimos con la mirada perdida en un horizonte que quizá se fue con él. A veces hay que frotarse los ojos de incredulidad, por si acaso fuera una pesadilla, y a los pocos minutos entiendes que no, que ya no está, por más que te enerve la rabia iracunda de un adiós tan injusto. Y así van pasando los días, en esta especie de travesía áspera del desconsuelo, que va llenando el equipaje de recuerdos vividos, de un tiempo que se fugó con la misma rapidez con la que él apretaba el obturador de su cámara en cada rueda de prensa, cada reportaje, cada entrevista.
No hará muchas semanas que me encontré por azar al fondo de mi cajonera una vieja foto amarillenta, ajada por sus bordes. En el reverso había una firma de Fefe: «Para mi Antoñito». Era la imagen que ilustró mi crónica de un concierto de El Último de la Fila en el verano de 1995, mi último como becario antes de incorporarme a la plantilla de periodistas de esta casa. Aquel texto le gustó tanto a Frías, nuestro viejo director del que también estamos tan huérfanos, que sé que en cierta medida ayudó a apuntalar mi futuro en SUR. Fefe sí lo supo entonces y quizá por eso me dejó esa foto de la que era autor, por el significado que tuvo aquella crónica. Luego vinieron veinte largos años de compartir oficio (aquel inolvidable trabajo sobre los maestros rurales con el que nos recorrimos buena parte de los confines de la provincia), abrazos y confidencias. No fallaba nunca, y menos cuando se trataba de momentos importantes para los amigos. Jamás dejó de enviarme un whatsApp minutos antes de sacar el trono de la Virgen de la Soledad. «Al cielo con ella, Antoñito», y a hurtadillas de la mirada inquisidora de mi capataz del Sepulcro le respondía con el móvil bajo la túnica: «Vamos allá, Fefe. Te quiero».
Por eso soy incapaz de entender qué ha pasado. Malditos sean la muerte y sus atajos, este dolor sin consuelo ni fe para soportarlo. Qué frío este otoño que es, en verdad, aquel verano en sepia, con mi alma agrietada como aquella foto. Qué atroz será ese Viernes Santo, cuando mi ojo furtivo busque tu mensaje y no encuentre más respuesta que el silencio. Este desgarrador e insoportable silencio. Maldita sea, Fernando, esta despedida que no quiero.
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