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Ingenuos como niños de guardería, alguna gente de mi generación pensaba que la llegada de la democracia supondría un cúmulo de proyectos culturales de magnitud ... irreversible. Al mismo tiempo, al alcanzar la madurez, la sociedad rechazaría toda esa farsa folclorista y banal que surgía por cada resquicio del régimen franquista y que alcanzaba uno de sus puntos culminantes en TVE. La televisión pública, la única. Era sabido que desde Goebbels y sus antecesores, los medios de comunicación se habían empleado como una eficaz propaganda y manipulación de masas.
La radio y luego la televisión no solo servían para difundir campañas de publicidad directas. También podían ser utilizadas para vaciar el cerebro de la audiencia de asuntos más o menos comprometidos y llenar esa oquedad con deshechos culturales o de burdo entretenimiento. El opio del pueblo, el pan y circo pasados por un giro de tuerca. Bueno, pues todo eso se iba a acabar con la democracia. Sobre todo cuando llegaran gobiernos progresistas. Allí estaban aquellos programas testimoniales que iban a servir de guía para el futuro inmediato. 'La clave' con su reunión de señores (muy pocas señoras, pero eso también cambiaría en beneficio de una necesaria igualdad) enfrascados durante horas en revisar las costuras del mundo, o 'A fondo', aquellas entrevistas documentadas, largas y rigurosas a la élite cultural de Latinoamérica.
Todo iba a cambiar. Sí. Y cambió. Más bien a peor. Llegaron las cadenas privadas, el descoloque de la pública intentando una competencia improcedente y un reajuste social y tecnológico. La llegada de internet y las redes transformando la cultura y la sociología de todo el planeta. Acceso inmediato a la información y al mismo tiempo a la desinformación más descabellada. Todo junto. ¿Y la televisión pública? Buscando su identidad y su hueco. Y desvariando. Porque, he aquí que en aquel futuro más o menos idílico que soñábamos, aparece 'La familia de la tele'. Belén Esteban, la princesa chapucera del pueblo, y una cuadrilla de acompañantes para difundir banalidad (una forma suave de referirse a la basura rosa) desde la televisión pública a precio de oro. De oro para Esteban y sus acompañantes. De modo que el futuro era esto. Una televisión empleando dinero público para intoxicar a la ciudadanía con chismorreos de alcahuetes y emplasto mental. En su día se dijo que si Belén Esteban hubiese creado un partido político habría conseguido más votos que Izquierda Unida. Su tirón ha bajado. Pero desde algún alto despacho deben de seguir pensando que de la fermentación de los detritus siempre pueden surgir unos miles de votos.
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