Sutherland
El pasado jueves veinte de junio se anunció la muerte del actor canadiense Donald Sutherland, y una incesante catarata de imágenes anegaron mi cabeza. No ... eran recuerdos, no, sino imágenes átonas, sin orden ni concierto, fotogramas extenuantes de esa mirada vampírica y esa ceja izquierda levantada que Sutherland exprimía a máximos de malo malísimo y entonces cumplía a la perfección su mandato en las ciénagas del mal. La cohesión del mito que alimentó Donald Sutherland, a lo largo de cuatro décadas, debe su pervivencia al exacto desempeño de roles que superaron todas las expectativas. Más que libidinoso en el 'Casanova' de Fellini, repugnante pederasta y asesino en el 'Novecento' de Bertolucci, inspector de sanidad que resiste hasta el grito final en 'La invasión de los ultracuerpos' de Kaufman, mejor que la canónica versión de Don Siegel; espía nazi que se arrastra en el faro moralista de la Isla de la Tormenta, como serpiente fría y sagaz, en 'El ojo de la aguja'. Cuando quiso, Donald Sutherland fue el emperador de los helados, o sea, la muerte misma, gélida y demoledora, pero también un detective cabal en 'Klute' y hasta un hombre bueno y ponderado en la versión de Joe Wright de 'Orgullo y prejuicio': Sutherland fue un profesional exacto, milimétrico, un héroe en negativo que no temía que la sangre de su víctima manchara su camisa. No en vano otro grande -pero menos- como Christhopher Lee aseguró que Sutherland era el mejor actor que había conocido y que no le hacía falta para subrayar sus mefistofélicas interpretaciones ni una brizna de maquillaje, con sus lívidas muecas faciales bastaban. A Sutherland nada se le resistió, salvo los grandes premios. Fue maltratado por esos jurados mequetrefes que 'urbi et orbi' conceden galardones y premios. Los Óscar, si bien han acertado en ocasiones, en muchas otras han patinado con Patinir. Para remediar lo irremediable le concedieron, avergonzados, en el tardío 2017, el Óscar Honorífico a toda su carrera (añado Klute, Gente corriente y Mash). En sus palabras de agradecimiento Sutherland vino a decir que se merecía el Óscar como la artritis radical que padecía desde hacía unos años y que les invitaba a todos a su funeral que estaba a punto de celebrarse. Tardó unos años, pero al final, con el deber cumplido, su voz y su sensatez escénica se impusieron más allá de la muerte. Sutherland afirmaba que «un hombre sin lealtad no puede tener salvación», y él la tuvo, con sus roles imposibles, maniáticos, odiosos, pero también con lo que se le había pedido. Uno de los grandes.
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