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La voluntad y la racionalidad, en relación a la propia dotación intelectual y afectiva, condicionan e informan el recto proceder. También la política necesita recta ... razón, no solo estrategia, propaganda o simulación. Gobernar no es mover piezas en un tablero ni encadenar maniobras tácticas, es decidir con lógica, sentido común y principios. Pero esa materia prima, la razón recta, nunca ha estado en los gobiernos ni en los hechos de Pedro Sánchez, no por descuido, sino por diseño.
El lamentable espectáculo del expresidente de la Diputación de Badajoz, Gallardo, corriendo a aforarse cuando le imputaban, para dilatar el proceso o probar suerte con otros miembros de la judicatura, es tan chusco como vergonzoso. No digamos sus hechos complementarios: la dimisión de la diputada, cuyo escaño ha hecho suyo y la compensación prometida y frustrada para con ella de pasar a ser subdelegada del Gobierno. También la renuncia de sus adláteres, que le precedían en la lista electoral originaria, para franquear su llegada y demás detalles a cuál más sonrojante.
Las políticas sanchistas no se construyen sobre ideas contrastadas y queridas, sino sobre relatos útiles. Lo que ayer era inadmisible hoy es consigna y lo que hoy se niega, mañana será doctrina. Por eso los ministros Félix Bolaños e Isabel Rodríguez se han apresurado a «convalidar» las acciones y el botín -el aforamiento- del dirigente socialista referido subrayando la «legitimidad» de su conducta...
«Todo está bien si lo hago yo...». Sánchez, su gobierno, su movimiento y su ejecutoria, no resultan sólo cuestionables desde el punto de vista ético o práctico, sino también desde la perspectiva intelectual. El asunto es que estos señores se acogen a un código del que estamos los demás fuera de aplicación y a más, de inesperado desarrollo e imposible descifrado previo. Ni decencia ni lógica, sin estructura moral ni eje previsible.
La ausencia de razón no solo produce errores, produce monstruos, políticos que improvisan sin asumir consecuencias. Ministros que simulan su autoridad sin sustancia, portavoces que desprecian los hechos si no sirven al mensaje o consejeros que celebran no saber demasiado. Hay un presidente que promete lo que niega, niega lo que repite y repite lo que desmiente, sin sonrojo ni memoria.
Cuando la recta razón desaparece, lo que queda es la voluntad pura del poder disfrazada de gobernanza. No hay legitimidad en impulsar los anunciados cambios en nuestro sistema judicial, pues la motivación está muy lejos de ser la debida. No se pueden cambiar las reglas para conseguir escapar de la responsabilidad contraída. Es intolerable escuchar al titular de justicia ufanándose en hablar de su «ambicioso proyecto de modernización de la justicia» cuando de lo que se trata es de escapar antes que suene la campana.
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