Aquel partido
Se reunió la tropa juvenil en un arrabal de París llamado Suresnes y la historia de España cambió. No lo hizo en ese instante pero ... entonces se decidió el futuro de los veinte años que iban a seguir. Cincuenta años atrás. Los muchachos de la pana. Los de la foto de la tortilla. Isidoro, el clandestino Felipe González, llegó tarde al congreso de los socialistas. Alfonso Guerra había estado en la sala de máquinas. Allí, es bueno recordarlo mirando desde el sur, estaba el malagueño Rafael Ballesteros. Había observadores internacionales. 'La crème' del socialismo europeo. Nicolás Redondo, el esperado candidato para hacerse cargo de las riendas del partido renovado, se hizo a un lado para cederle el puesto a un brillante abogado laboralista de 32 años. Felipe. El que pronto iba a estar en los carteles que invadirían el aire de libertad de España.
Se enfrentaron al socialismo rancio, aquejado de anquilosamiento, de Rodolfo Llopis. El histórico. El que pretendía que el partido siguiera trabajando desde el exterior, lejos de las manos de esa muchachada bulliciosa del interior. La historia es conocida. Primeras elecciones, el PCE, 'el partido', desfondado. Los jóvenes socialistas lanzados hacia el futuro. Constitución. 23-F. Adiós a Suárez y bienvenida triunfal, la más alta de la democracia, a Felipe. A España no la iba a conocer ni la madre que la parió, sentenció Guerra. Y casi se cumplió al pie de la letra el pronóstico coloquial. A pesar de todo. A pesar de ETA y del búnker. Enseñanza gratuita y universal, sanidad en los mismos términos. Pensiones no contributivas. Entrada en Europa. Y el reverso. GAL, el asomo de la corrupción. El desgaste.
Tanto tiempo y tanto cambio para quienes defienden que estamos en la misma charca. Con los pies metidos en el franquismo o en no se sabe qué oscuro pantano. Tanto cambio que incluso ahora aquel Felipe y aquel Guerra están en la orilla del partido. El mismo partido. Pero con distinto timón. Y con un dilema fundamental anidando en sus tripas. Ser fiel a las siglas por encima del rumbo que el partido tome o disentir. Disentir en voz alta se entiende. Disentir porque las cesiones que siempre deben hacerse en democracia han sobrepasado determinados límites. Unos límites que el propio partido había establecido con claridad. Hasta el 23 de julio. Hasta la necesidad de siete votos independentistas. Y ahí es donde una parte de la militancia y no digamos de los votantes se pregunta: ¿Qué es la fidelidad? De qué modo se es más fiel. A quién y por qué. Dónde está la línea de exclusión. ¿Felipe, Page, Borrell? ¿Dónde está el partido, en aquel partido o en este?
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