González, Aznar, Zapatero, Rajoy y, ahora, Sánchez
Todos los presidentes fueron víctimas de los grandes problemas que marcaron sus legislaturas y el propio Sánchez se adentra con la amnistía y los delitos de terrorismo en un laberinto que puede marcar su destino
Hay asuntos que desde la Transición han marcado el devenir de los presidentes del Gobierno de España en una triste balanza entre los éxitos y ... los fracasos. Tras Suárez y Calvo Sotelo, todos sin excepción han sido víctimas de los grandes problemas que marcaron sus legislaturas, a pesar de los logros que pudieron conseguir. Felipe González, artífice del gran cambio, con la corrupción y el terrorismo de Estado, hasta el punto de que la fotografía del líder socialista para despedir a Vera y Barrionuevo en la prisión de Guadalajara pasará a la historia como uno de los iconos de su mandato. Luego, José María Aznar firmó unos años de bonanza económica, pero la foto de las Azores, la guerra de Irak y el atentado del 11-M en Madrid terminaron por tumbar su legado. Él se fue antes, pero esos acontecimientos marcaron la derrota del PP. José Luis Rodríguez Zapatero abrió las puerta a grandes conquistas sociales, pero su ceguera frente a la crisis económica de 2007/08 le inflingió un golpe irreversible azuzado además por la aparición del movimiento 15M, además de que sus coqueteos con el independentismo catalán abriera la espoleta del secesionismo. Ni la mercadotecnia ni ZP ni el gesto de la ceja de PAZ (Plataforma de Apoyo a Zapatero) pudieron evitar la caída. Mariano Rajoy recompuso la economía, pero los casos de corrupción de su partido, el estallido del independentismo catalán y el auge de los nuevos partidos le mandaron de nuevo a Registro. La foto del bolso de Soraya en su escaño fue el símbolo de su final.
Y ahora el incombustible Pedro Sánchez va coleccionando riesgos que cuenta por victorias en un ejercicio de funambulismo político. Quizá sus medidas sociales (pensiones y salario mínimo interprofesional) queden eclipsadas por sus gobiernos frankenstein –como definió Rubalcaba a sus acuerdos con nacionalistas e independentistas–, la polarización política y social y por sus cesiones al secesionismo catalán. Su último número de prestidigitación, después de los indultos a los condenados del proces– es la amnistía a todos los delitos cometidospor el independentismo, incluidos –al menos a eso aspira– los de terrorismo en el Tsunami Democràtic que investiga el juez García Castellón y a la trama rusa que vincula al entorno de Puigdemont con agentes y diplomáticos rusos estrechos colaboradores de Vladimir Putin.
El varapalo de esta semana de Pedro Sánchez, cuando Junts votó en contra de la amnistía, no ha frenado a Pedro Sánchez, que con su habitual instinto depredador basa su nueva estrategia en una frase lapidaria: «El independentismo catalán no es terrorismo».
Sabe que esa frase cala en la calle, aunque también sabe que tensa la cuerda con el poder judicial. Es evidente que la gente no relaciona al independentismo catalán ni con los encapuchados de ETA y mucho menos con los de ISIS o el yihadismo. Y mucho menos con sus crímenes y atrocidades. Es decir, cuesta trabajo ver a Puigdemont y a sus colaboradores como un terrorista al uso. Ahí es donde Sánchez quiere situar el debate.
Pero la realidad no es esa. Resulta que según el artículo 573 del código penal vigente en España considera terrorismo cualquier delito que tenga como finalidad «subvertir el orden constitucional, o suprimir o desestabilizar gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas o de las estructuras económicas o sociales del Estado, u obligar a los poderes públicos a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo».
No se trata de una masacre, sino de cometer acciones que en España (como en Europa) se puedan considerar constitutivas de un acto de terrorismo, como considera, a falta de ser hechos probados, el juez García Castellón. Y visto lo visto, aunque pueda parecer extraño, es probable que se sostenga la acusación de terrorismo.
Pero la osadía de Pedro Sánchez es tal que no se va a detener –aunque para ello tenga que modificar el Código Penal– y dará un paso más en este ejercicio de equilibrismo. Lo único que queda por saber es cuándo será la caída –porque caerá como todos–: cuando sus enemigos esperan o cuando él decida, porque lo que parece seguro es que Pedro Sánchez también será diferente en el momento de su adiós.
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