Levedad
A veces, basta una llamada para convertir en murmullo el ensordecedor ruido que nos rodea, para comprender nuestra levedad, la enorme fragilidad del material del ... que estamos hechos. Tan simple como una décima de segundo, un instante en el que estás y, al siguiente, te conviertes en memoria. Una mujer en plenitud, 52 años. Un cáncer fulminante. Y dos chicos demasiado jóvenes para vestir de orfandad un futuro con la madre arrebatada. Y un compañero de vida, mi amigo, enhiesto ante la tormenta desatada en el hogar, inquebrantable por fuera, como un junco en su alma, porque tiene ante sí el reto, que a mí en su disfraz se me antoja imposible, de convertirse de golpe en padre y madre a la vez en medio de tanto dolor.
Y el corazón helado y los recuerdos se reconfortan en su serenidad. «Es una pena muy grande, pero hay que seguir viviendo. Por ahí pasaremos todos, es cuestión de tiempo». Y ese aplomo te saca de golpe de tu camino, te pone ante el espejo de tu propia frivolidad; de la queja superflua de la rutina, de maldecir los lunes y la sobrecarga en la oficina; de que el coche gasta mucho y de que tu adolescente estudia menos. De que has dormido mal, sí, pero has dormido y amanece, que no es poco.
Y ves a esa familia rota por la enfermedad y produce hasta risa abrir el periódico, o el Twitter, y ver las acaloradas discusiones en torno a la primera mamarrachada del día en ese plató de vanidades donde todos quieren lucirse sin límites al postureo aunque sea a fuerza de decir memeces, sin darse cuenta quizá de que sólo hay una única verdad irrefutable. Y es que, como en el tango, allí «en el horno nos vamos a encontrar».
Y es entonces cuando comprendes que sí, que te falta la calma de una madre, la risa del amigo que se fue o el sabio consejo de tu padre. Incluso que añoras la atmósfera de aquellos paisajes de la infancia donde fuiste tan feliz. Pero, al mismo tiempo, entiendes también qué afortunado llegas a ser con la salud de los tuyos, con las risas de tus hijos y el calor de la mano que te abriga y te acompaña. Incluso, claro que sí, con esas pequeñas cosas: un mediodía de domingo de vinos y vermuth; un verso de Alcántara, un fragmento de Cernuda o un rif de B.B. King; las páginas de un libro entre los dedos, el adagio de Barber, los pies mojados en el rebalaje, el salitre, el café de media mañana, el aire puro de la sierra.
Porque, a veces, sólo hace falta esa llamada para comprender qué jodidamente urgente es abrazar cada mañana la vida que tenemos por delante.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión