Haro olímpico
París era una fiesta y Palencia, un funeral. Todavía flotaban en el Sena las serpentinas rojas que emulaban la sangre regicida de María Antonieta cuando ... en la vieja ciudad castellana el León de Becerril cerraba los ojos para siempre, guillotinado por los años y por un esprint diabético. Mariano Haro. Casi un don nadie en los fastos olímpicos y en los veloces meandros de las redes, pero un símbolo, «una leyenda» sentencian los cronistas con memoria, del deporte español de hace medio siglo. Y de la España de hace medio siglo. Cuando las medallas olímpicas eran estrictamente una utopía y los comentaristas deportivos de TVE, esos que ahora tanto se esfuerzan por imitar el cacareo de las gallinas cluecas, trataban de elevar el espíritu nacional en los continuos fracasos atléticos.
Apelaban a la raza y a las esencias patrias y achacaban el desastre permanente al infortunio y a una suerte de complot internacional. Hasta que apareció por las pistas aquel tipo enclenque, cetrino y con pinta de haber olvidado el rebaño en el prado. Entraba en las finales, conseguía diplomas olímpicos y en Munich 72 lamió el bronce. Cuarto puesto, medalla de chocolate. Medalla de platino en un país de cabreros olímpicos. El medio siglo cronológico que separa estas dos olimpiadas equivale sociológicamente a un abismo. El que diferencia al León de Becerril del Rey de París. A Mariano Haro de Rafa Nadal. La nomenclatura no es inocente. Eso del León de Becerril parece sacado de una película de Berlanga, pero es que el país aquel, aquella España, era una película de Berlanga.
Haro recordaba que su afición a correr se debía a que en su infancia no había dinero para comprar un balón, y mucho menos una bicicleta. Así que había que correr sin balón y sin pedales. «Como los niños africanos», recordaba ya viejo y gordo. Y muy agradecido porque 'el Caudillo' lo hubiera recibido tres veces. Como a Lola Flores, casi. En Munich, en aquella final de 10.000, su más alta gloria, lo animaron unos cuantos emigrantes españoles. Esos que trabajaban como hormigas en empleos que los alemanes dejaban para la mugre del sur. Quién nos ha visto. Ahora repartiendo menas como furúnculos que nadie quiere. Dos o tres banderitas españolas apoyando al enteco palentino. Éramos un imperio, llevábamos un águila en el pecho. Un blasón rancio. Y mucha resignación. El oro olímpico era para los otros, advenedizos, cazadores de fortuna, pero el oro de verdad, el que refulgía oscuramente en los palacios derrumbados, ese era nuestro. Y detrás de él, o delante, vaya usted a saber, corría Mariano, el León de Becerril. Sin un rugido más alto que otro.
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