Envidia de Nantes
He tenido que viajar a otro país para darme cuenta de lo extraña que me siento últimamente en mi propia ciudad
Me van a permitir que base este artículo en una experiencia personal. Soy consciente del riesgo de caer en esa extrapolación tan cuñada de «Esto ... es así porque yo lo he vivido» y, por eso, vaya por delante que lo que voy a contar no es más que mi percepción, seguramente incompleta e inexacta. Este verano, después de un paréntesis de cinco años debido a la pandemia y al túnel de la crianza, he vuelto a viajar. Viajar-viajar, me refiero: coger un vuelo, empollarme una guía de viaje, patearme una ciudad extraña, hablar otro idioma (o intentarlo)... Hasta que no me subí al avión no me di cuenta de cuánto lo echaba de menos.
Elegimos Nantes para este bautismo de fuego de los viajes en familia: primero, porque el vuelo era corto y no costaba un riñón. Y segundo, porque era una ciudad de tamaño manejable y, según me habian dicho, muy 'child friendly'. Fue un acierto. Pero no vengo aquí a contarles lo que vimos e hicimos, sino la envidia que me traje de recuerdo. Me lo había dicho alguien que estuvo allí antes: «Es un lugar donde te imaginas viviendo». Y es exactamente así. Me he tenido que ir a otro país para darme cuenta de lo extraña que me siento últimamente en mi propia ciudad.
Hay paralelismos entre Nantes y Málaga. Las dos urbes vivieron un esplendor industrial y lo perdieron, con casi un siglo de diferencia (Málaga a principios de siglo XX y Nantes, a principios de éste). Y las dos apostaron por el arte y el turismo para transformarse. Málaga se convirtió en la ciudad de los museos; Nantes, en la del arte al aire libre. Desde 2012 celebra cada verano un festival cultural llamado Le Voyage à Nantes que llena las calles, plazas y parques de obras de arte contemporáneo. Algunas son efímeras y otras se quedan a formar parte del paisaje urbano. A lo largo de una línea verde pintada en el suelo es posible disfrutar de unas 50 obras, algunas verdaderamente espectaculares. Y esta filosofía de poner el arte, la cultura, la belleza a disposición de sus propios ciudadanos; esta voluntad de hacer la vida agradable a los propios habitantes es lo que me da envidia. Hay un gigantesco elefante mecánico en la Ile des Machines que juega con la gente. Parques infantiles diseñados por artistas. Y en la zona más turística, justo frente al castillo, una instalación lúdico-artística llamada Miroir de d'Eau: una lámina de agua, a caballo entre una fuente y una piscina, con chorros de agua que en pleno mes de agosto estaba siempre repleta de niños: niños turistas, franceses, inmigrantes, chapoteando, riendo y gritando a la vez. ¿Alguien imagina eso en la plaza de la Marina?
Sigo: conciertos gratuitos al aire libre. Edificios diseñados por arquitectos reputados que se destinaron a viviendas sociales. Huertos urbanos salpicados por la ciudad. Parques, muchos parques preciosos y cuidados, salpicados de mesas, bancos y praderas donde la gente puede sentarse a almorzar, charlar, leer o descansar. ¿Y el transporte? Hay una estupenda red de autobuses, tranvías y 'navibuses' que es gratis los fines de semana. Ah, y carriles bici por todas partes. Hay turistas, claro que sí (yo lo era), pero no se percibe que sean los protagonistas de la película ni la razón de todo.
Al volver me pregunté: ¿por qué me da tanta envidia Nantes? Y lo que he acabado concluyendo es que quizá en Málaga nos hemos acostumbrado a poner el espacio urbano a disposición de los visitantes -hay que atraer turistas, atraer nómadas digitales, atraer inversores, atraer empresas- y eso está muy bien, no me malinterpreten, pero por el camino nos hemos olvidado de quienes viven aquí. Creo que urge una reconciliación de nuestra ciudad con sus habitantes. Y no es sólo un problema de vivienda.
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