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La libertad religiosa es un principio democrático indiscutible. Y un Estado aconfesional, es decir, sin religión oficial pero sí sensible a la religiosidad de la ... ciudadanía, lo garantiza. Ésa es la teoría. La realidad es algo diferente. El Estado aconfesional, el que consigna la Constitución Española de 1978, favorece a la religión mayoritaria, sin muchas veces prestar atención a las demás, y sin tener en consideración la creciente secularización de la sociedad española en sus usos y costumbres. El aconfesionalismo tiene como base para su actuación que el Estado ha de ser un reflejo del pueblo al que representa y eso resulta en que se le presta un trato de favor a la religión mayoritaria no sólo en la aplicación de las normas (como las económicas o las fiscales) sino también en su elaboración, además de en el uso del espacio público.
Un Estado realmente laico, en cambio, sitúa en pie de igualdad a todas las confesiones religiosas -y al creciente número de personas que ni practica ni cree en nada sobrenatural- porque no mantiene relación con ninguna. No pone a unos ciudadanos por delante de otros. Ni las convicciones y creencias de unos por encima de las del resto. En términos coloquiales, pasa de ellas. Considera que la fe corresponde al terreno de lo privado.
Desde el Renacimiento, aunque sobre todo desde la Ilustración y con el triunfo de las revoluciones burguesas -aunque en España no hubo como tal y el primer experimento democrático, la Segunda República, con ánimo laico, murió a manos de la reacción-, se incidió en la separación entre el trono y el altar, el poder civil y el religioso. El divorcio entre la Iglesia y el Estado se consideraba signo de avance, de progreso. Implicaba que en lo sucesivo el hombre -la especie humana, las personas, en los términos actuales-, la razón y la libertad de conciencia -no la superstición- se colocarían en el centro en sustitución de Dios. Ésa fue la revolución copernicana en la filosofía.
La Semana Santa, las celebraciones religiosas, las romerías… son tradiciones populares, en muchos casos de origen pagano y después reapropiadas o resignificadas por la religión. Sea como sea, en la actualidad se utiliza ese adjetivo, «populares», como sinónimo de algo bueno, de algo «popular» en el sentido de «muy seguido por el pueblo» o «protagonizado por todo el pueblo». Los políticos se suman a esas fiestas, desfiles, procesiones, para demostrar que acompañan a sus vecinos, con quienes pretenden mimetizarse. Esto, sin embargo, tiene dos consecuencias: favorecen su imagen, ganan popularidad -de nuevo usamos una palabra de la familia 'popular', y es que la cosa no deja de ser una manifestación de una estrategia política populista-, y en segundo lugar, favorecen la posición de las personas y las creencias de aquellos a quienes acompañan respecto a quienes no participan de esa fe; en definitiva, el mensaje que transmiten es que ésa es la confesión correcta, y que ése es el dios verdadero.
Nada que objetar a que los políticos acudan a título particular, como cualquier ciudadano, a todo tipo de ceremoniales y ritos de cualquier religión; cosa diferente es que lo hagan en calidad del cargo que ostentan, que el alcalde, la ministra, el presidente, el líder de la oposición... vayan en cuanto a tales y ocupen lugares preeminentes en procesiones o misas. Se rompe así el principio de separación de la Iglesia y el Estado, el representante democráticamente elegido se inclina a todas luces, ante todos los ciudadanos, por una confesión en detrimento del resto o de la población que no profesa ninguna en absoluto. La Semana Santa nos vuelve a acostumbrar -quizás cada año con mayor intensidad- a eso tan extemporáneo y anacrónico que consiste en reunir a los poderes, el eclesiástico, el militar y el político en torno a una fe. De ahí que haya chirriado algo tan poco estrambótico como lo que propuso el PSOE en Alhaurín de la Torre: que sus representantes políticos fueran a las procesiones a título individual y no como miembros de la corporación municipal.
Un Estado laico no es un Estado ateo. El primero mantiene su independencia y su política de no injerencia en los asuntos religiosos -y viceversa, lógicamente-. El Estado ateo es el militante en su convicción de la no existencia de Dios, como el confesional milita en una religión en concreto, como las teocracias islámicas contemporáneas o como lo fue España durante la dictadura de Franco. Uno reprime todo lo religioso. El otro persigue que no se atienda a la fe que considera verdadera.
El laicismo bebe de la tradición radicalmente democrática que defiende la libertad de culto. Pero también de otra, de la que pone a la razón, la ciencia y la información que proporcionan los sentidos por delante de la fe (y que incluso la pretende suplir y que se enfada porque aún a estas alturas no lo haya logrado).
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