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LOS CACHORROS DE LA RECONQUISTA

LOS CACHORROS DE LA RECONQUISTA

Reflexiones de Juan Naranjo, un profesor de Historia de Málaga al ver a adolescentes a los que dio clase seducidos por la ultraderecha. Sus sensaciones las plasmó en un hilo en Twitter que se ha hecho viral: «En mi clase, delante de mis ojos, estaban creciendo fascistas». En este artículo explica qué le llevó a escribirlo y las reacciones que ha recibido

JUANITO LIBRITOS. @JuanitoLibritos

Martes, 4 de diciembre 2018, 13:11

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Desolado. Esa es la primera palabra que se me viene a la cabeza cuando intento describir mi estado emocional del domingo por la noche cuando, delante de la pantalla del ordenador, empezaba a conocer el escrutinio de las elecciones andaluzas. No me cabía en la cabeza que en Andalucía se hubiese cristalizado la amenaza ultraderechista. Hasta ese momento pensaba que aquello era cosa de otros países, que en España teníamos la lección demasiado fresca, que el ridículo de la campaña electoral de Vox había sido tan grande que de ninguna forma alcanzarían ese escaño que pronosticaban las encuestas.

Como para cualquier demócrata, la noche del domingo al lunes fue difícil para mí. Entre mis seres queridos, de distinta orientación política, predominaban las caras de asombro, de frustración, de incredulidad. La ultraderecha ya no era un asustaviejas de los medios de comunicación, era una realidad que pronto se materializaría en el Parlamento andaluz. Y, para nuestra sorpresa, algunas de las fuerzas políticas que se autoproclamaban como ganadoras (aun habiendo perdido un buen número de escaños) hablaban con naturalidad de la existencia de la posibilidad de negociar con un partido que defiende valores antidemocráticos, con un partido que entra en el gobierno andaluz queriendo hacerlo desaparecer, con un partido en cuya comparecencia no se exhibía ninguna bandera de Andalucía y que hablaba de papeletas rojigualdas, con un partido que definía su irrupción en la política nacional como el inicio de 'la reconquista'.

Los datos que se iban conociendo eran devastadores: casi 400.000 andaluces otorgaron su voto a un partido con un ideario fascista. Casi 400.000 andaluces habían apoyado a un partido cuyo candidato por Málaga confesaba, al ser entrevistado hace unos días por Iván Gelibter en este periódico, que el franquismo no había sido una dictadura y que las feministas eran «un grupo agresivo de señoras muy organizadas y muy subvencionadas». Ante esta sarta de barbaridades me pregunté, ¿quién sería ese uno de cada diez andaluces que ha votado a un partido claramente fascista?.

Desconcertado entré a Twitter tratando de buscar respuesta a esta pregunta. En uno de los primeros tweets que salieron en mi muro, una chica compartía el pantallazo de su Instagram en el que había podido localizar en un par de clics cuáles de los seguidores de Vox le seguían también a ella. Seis de sus contactos seguían a esta formación neofascista. Por supuesto, esta chica los eliminó inmediatamente: no quería tener nada que ver con gente que seguía en redes la cuenta de un partido cuyo líder habla en este tono de las mujeres:

Yo soy profesor de instituto. No llevo muchos años, pero ya hay estudiantes a los que les di clase en la ESO que ahora están terminando la carrera. Antes de poder volver a Málaga he viajado por toda Andalucía dando clase de Historia en institutos muy distintos entre sí. Soy un gran aficionado a Twitter y a YouTube; Instagram no me gusta (lo veo demasiado frívolo y volátil) pero hace unos años un grupo de alumnos me animó a que me inscribiera en esa red social, que es la única que ellos usan, para poder mantener el contacto una vez terminadas las clases y así poder estar al día de nuestras respectivas vidas. El sentimiento de pérdida es muy fuerte cuando te despides para siempre de unos adolescentes con los que has convivido nueve meses y en cuya educación te has volcado, y me encantó la idea de poder seguirles remotamente la pista: continuar viendo en quiénes les iba transformando el mundo, en quiénes se iban convirtiendo. Con miedo a lo que pudiera encontrarme, entré a la cuenta de Instagram de Vox e hice clic en la pestaña donde puedes ver qué amigos comunes compartes con esa página. Nueve. Nueve de mis chicos seguían esa página y, a juzgar por las biografías de sus propios perfiles y la simbología que envolvía sus cuentas, ninguno lo hacía precisamente con una finalidad antropológica.

Ninguno de los nueve tiene nada que ver con la imagen del señorito andaluz montado a caballo por la dehesa que Abascal vendió cuando vino a Andalucía a hacer campaña. Los nueve eran simpáticos, ninguno especialmente problemático. Los nueve medianamente populares, queridos, con una vida sin problemas excesivamente grandes. Nueve chicos perfectamente normales, de familias de clase trabajadora. Para siete de ellos esta era la primera vez en la que podían votar y, si se animaron a hacerlo, me temo que su voto fue para un partido que quiere destruir la democracia en la que ellos se han criado. Tratando de desahogarme hice un hilo en twitter. En él contaba mi sorpresa sobre cómo no me entra en la cabeza que unos chicos tan jóvenes apoyen un partido que añora el franquismo. Y es que no todos los votantes de Vox son esas momias vivientes que vemos cada año en las misas del 20 de noviembre en memoria de Franco. Estos chicos no pueden añorar a un dictador que no conocieron, pero se han visto seducidos por una retórica que les ha convencido de que su estreno en las urnas sirva para dar alas al fascismo.

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Los nueve son varones, nacidos en Andalucía de familias andaluzas, blancos, heterosexuales y medianamente católicos; se han criado en centros públicos; han tenido compañeros de clase de veinte países; han convivido con compañeros LGBT; han mostrado apreciado y respetado a profesores que, como yo, vivimos fuera del armario; han sido educados en igualdad, en feminismo, en valores europeístas. Y, aún así, han decidido usar su primera papeleta para apoyar a un partido que estaría encantado de expulsar del país a una parte importante de sus compañeros de aula; de atentar contra los derechos de sus compañeras, profesoras o hermanas; de tratar de derogar el matrimonio igualitario; de escupir contra Europa.

En el hilo manifesté que, de alguna forma, como profesor de Historia me siento parte responsable de esto: en los nueve meses que pasaron conmigo no fui capaz de transmitirles la importancia de los valores democráticos y los Derechos Humanos. Y está claro que tampoco les expliqué bien los horrores de los fascismos europeos: por supuesto que no se los expliqué bien… si se lo hubiera explicado bien no habrían votado a un partido fascista. Tampoco les conciencié de cómo de importante sería su voto (fuera de izquierda, de derecha o de centro, si es que eso existe) para el desarrollo del país y de su propio futuro. Y es que los temarios son tan desmesuradamente largos como la sombra de los inspectores y, cada curso, los docentes tenemos menos posibilidades de salirnos de lo marcado por el currículo para detenernos en asuntos del día a día que den soluciones prácticas a las necesidades cotidianas de nuestro alumnado.

Ahora lo pienso y recuerdo algunas escenas borrosas de aquellos años. Recuerdo a uno de ellos poniendo los ojos en blanco la primera vez que pronuncié la palabra feminismo en clase. Recuerdo a otro con el rostro entre confuso y enfadado cuando le pedí que me explicase qué creía él que era eso que definía como «lobby LGBT». Recuerdo cierto desdén hacia las noticias de inmigrantes que llegaban en patera a nuestras playas. Recuerdo una catalanofobia desconcertante. Y un abuso, casi agresivo, de la simbología patriótica: la selección de fútbol, el «a por ellos», el «viva España», el «los españoles lo primero», incluso la caza y los toros en algún caso. Pero nunca pensé que lo dijesen del todo en serio. Por supuesto que trataba de darles un poco de perspectiva, pero pensaba que simplemente repetían eslóganes escuchados en casa o en los medios de comunicación para hacerse los graciosos, los rebeldes, los malotes.

Qué ciego estaba. No era ninguna chiquillada. Era el germen de un fascismo que, tres o cuatro años después, acabaría cristalizándose en una papeleta verde, en una urna colocada en el hall del mismo instituto donde se despidieron de mí, algunos entre lágrimas, el día que yo me volvía para Málaga. No les sirvió de nada lo poco o lo mucho que mis compañeros y yo les enseñamos: al final acabaron siendo fascistas. Fascistas nacidos cerca del año 2000. Fascistas adolescentes con acento andaluz.

Como cada vez que escribo algo serio en twitter, las reacciones no tardaron en llegar. El anonimato que procura esta red social hace que el odio pueda campar a sus anchas, y eso lleva a que allí el hecho de ser mujer o de cualquier minoría convierta el expresar opiniones en un auténtico deporte de riesgo.

Reflexionar públicamente sobre este asunto ha llevado a que varios cientos de desconocidos me insulten de la manera más variopinta posible (adoctrinador, filoetarra, bolivariano, nazi, fascista, dictador); a que me deseen la muerte un par de veces; a que docenas de personas pidan que se me despida, se me expediente o se me deporte. Parece que, en la nueva España donde la ultraderecha tiene representación institucional, educar en Derechos Humanos es adoctrinar. Tampoco ha faltado el insulto estrella cuando eres abiertamente gay y trabajas con adolescentes: pederasta.

Y es que la ultraderecha ha estado asomando la patita durante toda la campaña electoral, pero desde el domingo por la noche está libre y desatada. En su concepto de España sobramos todos los diferentes. Se sienten ganadores, sienten que ya ha empezado esa reconquista que tanto ansían. Y ellos mismos me avisan de que esto es sólo el principio. Ahora que tienen doce escaños me insultan anónimamente. Si en las generales vuelven a conseguir representación se sentirán más reforzados y lo harán a la cara. Y si alguna vez llegasen al gobierno pues en vez de desearme la muerte, me matarían. No es nada nuevo. Ya lo hicieron. Los mismos que entrarán en unos días al Parlamento de Andalucía ya mataron antes a otros «por maricón y por rojo».

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