Vivimos tan instalados en lo superfluo, en la liturgia de las leyes-propaganda y la profundidad del '#hashtag', que despachamos con una lamentable indiferencia lo ... realmente importante: bien sea la infamia de Lesbos, la desvergüenza de correr un tupido velo sobre el abuso de menores tutelados en Mallorca, el coronavirus mutado en miedo o el despropósito de las crecientes concesiones a Cataluña a costa del agravio con el resto del territorio para mantener el poder al precio que sea.
Da igual. Aquí andamos con nuestras anchas tragaderas mientras nos las prometen felices con la primera mamarrachada que nos entretenga en el patio de corrala del Twitter o con cualquier oportuna distracción en la telebasura tipo 'OT' o algún otro narcótico marca Mediaset.
En una sociedad normal, no tan idiotizada, no debería haber pasado inadvertido el último informe del Observatorio de la Dependencia, que retrata una cruda realidad: cada vez hay menos beneficiarios, más listas de espera y una mayor brecha regional. Pese a que nos han vendido que tenemos el Gobierno más social de la democracia, España cerró 2019 con 426.000 personas desatendidas, 50.000 más que el año anterior. Y, claro, siendo los únicos recortes de la crisis que aún no se han recuperado. Lo grave es que detrás de esas cifras hay hogares absolutamente condicionados; vidas sometidas a la obligación diaria de unos cuidados que no admiten tregua. 24 horas, 7 días a la semana, 365 al año. Sin respiro. Y están solos, casi siempre solas en realidad, porque el peso sigue recayendo en mujeres.
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