Vivimos inundados en consejos sobre la salud y la dieta. Es difícil no inquietarse ante los expertos que anuncian dietas con eslóganes como: «¿Qué pasa ... con tu hígado cuando bebes dos copas de vino?» o «¿Cómo queda tu ventrículo izquierdo tras las fiestas navideñas?». Mejor ignorarlos, igual no nos planteamos cómo se encontrarían nuestros pies si dejáramos de cortarnos las uñas. Hubo un tiempo en el que disfrutar una comida de siete platos maridada con distintos vinos era normal; hasta se consideraba beneficioso. En el año 1961, una cena privada en casa de Michel Berens en París ofrecía el menú más sencillo que se pueda imaginar: filetes de lenguado, perdiz asada y cerezas con nata. En cambio los vinos eran números uno en sus respectivas categorías: champagne Pol Roger 1948, Hochheimer Geiersberg 1953, Grands Echézeaux 1952 (magnum), Schloss Reinhartshausener Kabinett Auslese 1949 y Nuits St George 1919.
Seis botellas para cuatro comensales. Como anécdota, entre las dos guerras mundiales, los comerciantes de vino de Londres siempre llevaban sombrero de copa. Un almuerzo ofrecido por el vendedor británico Ronald Avery para cinco colegas en su club comenzó con una magnum de champán, seguida de dos blancos franceses, cuatro tintos y licores. Todo el vino que se servía entonces era francés, excepto algunos blancos alemanes para abrir apetito. Tales rituales eran normales, y quien no aspirara a participar en ellos se consideraba fuera de onda. Sería interesante saber cómo andaban de salud estos superhombres, y qué se los llevó a la tumba.
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