En casa de mi abuela, las latas, las cajas de puros o los tarros vacíos de Cola-Cao eran objetos valiosos. La caja de galletas ... danesas que alguien había traído de Canarias sería un costurero; la lata de melocotón en almíbar, al oxidarse, aportaría hierro a la planta sembrada en ella. El bote era necesario para guardar arroz o garbanzos. Mi abuela vivió un mundo en que la compra se hacía en el mercado o en colmados donde casi todo se despachaba a granel. La recuerdo equipada con su bolsa de malla. Algunas vecinas llevaban carro, pero ella lo veía poco elegante. Hoy, ni mi abuela ni casi ningún ser urbano podría guardar y reutilizar los recipientes que nos llegan. La UE dice que generamos 180 kilos de residuos de envases por habitante y año. A la fabricación de estos contenedores, en su mayoría de un uso, se destina el 40% del plástico nuevo fabricado en el mundo y el 50% de todo el papel. Solamente en España se están vendiendo al día 50 millones de envases de bebidas, de los que apenas se reciclarán 15 millones.
A este ritmo, en pocos años todo el mar y la tierra estarán inundados de basura inorgánica, y si tratamos de desembarazarnos de ella lanzándola al espacio, correremos el riesgo de que, transformada en meteorito, destruya la Tierra. España ha tardado mucho en tomar medidas frente a este problema. En abril próximo entrará en vigor el real decreto de Envases y Residuos de Envases (RD 1055/2022), que aspira a cumplir el objetivo europeo de conseguir que en siete años todos los envases puestos en el mercado sean reciclables y, la mayoría, reutilizables. La forma de conseguirlo es la única eficaz: penalizar con tasas, impuestos y multas los envases contaminantes. Ya se ha logrado que la mayoría acuda al súper con bolsas.
Ahora nos llevaremos el túper y retornaremos los cascos, pero el verdadero cambio implicaría una moderación en el consumo incompatible con una sociedad basada en él.
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