María, vecina de mi abuela, era una mujer a la que la vida le había ahorrado pocos sufrimientos, a pesar de lo cual le salía ... la risa del fondo del alma y trataba siempre a los niños con ternura. Vivía con su marido en una casa diminuta ante cuya puerta se sentaba a ver caer la tarde. En la trasera de la casa tenía un corral. Solía haber gallinas, conejos y a veces algún pavo. En una ocasión trajo un cabritillo. Una tarde de domingo, en vísperas de Navidad, pasamos por la casa de María. La encontramos, como de costumbre, sentada en la casapuerta. De pie, a su lado, el cabritillo con la cabeza gacha lamía algo oscuro del suelo terrizo. Era su sangre. Habíamos sorprendido a María en plena matanza. Le había cortado el cuello al animal y sostenía una palangana bajo la herida, pero algo habría salpicado al pinchar con el pequeño cuchillo de cocina, y el chivo, intuyendo que con aquel fluido se le escapaba la vida, trataba en vano de volver a meterlo en su cuerpo. Los niños corrimos despavoridos. Yo tenía unos seis años, y tardé algunos más en volver a mirar a María con cariño. Ella no pareció darse cuenta de nuestro horror; ni siquiera de que hubiera crueldad en lo que estaba haciendo. Para la gente como María, comer carne era algo extraordinario que implicaba todo ese proceso de comprar un animal, criarlo, sacrificarlo, despellejarlo, eviscerarlo, despiezarlo y cocinarlo. Ya anciana, viuda y con una pequeña pensión, la vecina de mi abuela celebraba poder cenar alitas de pollo cada vez que se le antojaban. Para eso estaban los supermercados. Hoy nos ahorramos tener que perpetrar el acto de destrucción con el que, en palabras de Michael Pollan, arranca siempre la cocina. Incluso nos cuidamos de establecer una relación entre esos animales que para el urbanita son familia, y los filetes sonrosados y exangües de las bandejas. Para vendernos leche nos muestran vacas felices. La carne ya no viene de ninguna parte.
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