Otoño

Una diferencia entre los otoños de mi infancia y los de ahora es la expectación con que recibíamos alimentos que ahora se pierden en la abundancia de las fruterías. Las castañas, un goloso tesoro para los bolsillos; las mandarinas, y el persistente rastro perfumado que dejaban en las manos; las batatas, que recién asadas rezumaban melaza y exhalaban un olor que hacía desear con impaciencia la hora de hincarles la cuchara; los caquis y las chirimoyas. Mi madre nos contaba que cuando ella era niña, en otoño no había apenas nada de fruta; las mandarinas, peros y peras de agua llegaban al frutero por Navidad. A mis sobrinos les asombra escuchar que cuando nosotros éramos chicos no había mangos ni papayas, y los aguacates eran una rareza. Hoy hay de todo casi todo el año. Si en algo podemos decir que el progreso ha sido positivo es en haber multiplicado la variedad y hecho posible el acceso de muchas más personas a muchos más alimentos. Pero lo que tal vez ya no seamos capaces de ver, a menos que nos esforcemos, es que las verduras, las frutas, y también los alimentos que tomamos directamente de la naturaleza, como los pescados, tienen su temporada. ¿Y para qué nos sirve saberlo? En primer lugar es una cuestión de soberanía alimentaria, expresión que implica la elección informada, que debería entenderse como un derecho del consumidor. Y luego, para consumir alimentos que están en su momento óptimo de sabor y nutrientes, para comprarlos a mejor precio, para poder elegir los cultivados o pescados más cerca y disminuir la huella contaminante a la vez que fortalecemos la economía local... El otro día una persona del sector de la pesca comentaba lo fácil que sería ofrecer a los consumidores información sobre las vedas y paradas biológicas de pescados de nuestras costas para que sepamos lo que comemos. ¿Por qué no se hace? Porque a quienes mueven el negocio no les interesa, y nosotros no damos valor a esa información.