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Ya lo hemos asumido, quizás sin darnos cuenta. El mantel, ese trozo de tela que antaño reinaba en cada mesa, ha desaparecido de muchos restaurantes. ... Afortunada o lamentablemente, su ausencia responde a la búsqueda de un estilo más desenfadado, menos formal, donde la sencillez atrae a un público más joven y dinámico. En cierto modo, prescindir de este lienzo ayuda a proyectar un ambiente más cercano, menos señorial, y posiblemente, más accesible en términos de precio. Sin embargo, en los restaurantes clásicos y en los hogares que valoran las tradiciones, el mantel sigue siendo un símbolo de elegancia y distinción.
Este tejido, el vestido principal de la mesa, tiene una historia tan rica como los banquetes que ha presenciado. En tiempos del Imperio Romano, galos y romanos utilizaban manteles de lino teñidos con colores vibrantes, al más estilo de un restaurante italiano, en nada parecidos a los blancos inmaculados que hoy consideramos un estándar de sofisticación.
Más tarde, en la Edad Media, los manteles se convirtieron en auténticas obras de arte, decorados con bordados y flecos, reservados a las casas nobles. La servilleta también tiene su historia: en aquella época, cada invitado llevaba consigo su propia pieza, un detalle que refleja los valores de la etiqueta de entonces. Los vikingos, más rústicos y rudos, se conformaban con trozos de tela o sacos, posiblemente de arpillera, para limpiar sus manos tras sus abundantes festines.
Hoy en día, aunque los manteles y servilletas de tela han perdido terreno frente a las alternativas más prácticas y desechables, su presencia sigue marcando la diferencia. Un buen mantel sobre la mesa no solo añade belleza, sino que simboliza cuidado y atención. Es una promesa silenciosa de calidad, de un momento especial que trasciende lo cotidiano. Al final, es el telón que enmarca cualquier encuentro memorable.
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