En un programa radiofónico puesto de fondo en la cocina mientras lanzo tomates troceados a la boca del vaso batidor advierte el invitado que el ... perfil de sabores del gazpacho está cambiando debido a la proliferación de los gazpachos envasados. Es impresionante el éxito de este producto, y una lástima que los extranjeros desconfíen del ajo, porque si lo toleraran mejor, podríamos colonizar el mundo con nuestra alternativa a la Coca-Cola. Tal vez terminemos por hacerlo ahora que lo saludable es venerado. Pocas combinaciones hay más equilibradas desde el punto de vista dietético, sobre todo las versiones con pan, que, al contrario que el tomate, siempre estuvo en la lista de ingredientes. Tiene razón el comentarista cuando señala que está cambiando el sabor. Nunca ha dejado de hacerlo. En mi infancia, en la década de 1970, era arriesgado pedirlo en restaurantes, porque solían cargar tanto la mano con el ajo que la mala digestión estaba asegurada. Era también moda servir una guarnición compuesta por pimiento, pepino, cebolla, huevo y pan. Hoy, la hostelería se ha pasado al extremo contrario. En el gazpacho flotan tropezones insospechados, el ajo se ha moderado para no molestar y el vinagre, que tantos servicios ha prestado a la humanidad, directamente se elimina, contribuyendo a afianzar aquella definición cursi del gazpacho como «crema fría de tomate». En las versiones de supermercado, el gazpacho se transforma en un zumo de tomate aliñado con más valentía que en los restaurantes, pero con un resultado que poco recuerda al registro grabado en nuestro paladar. Es un buen producto, pero es otra cosa. La semana pasada, un informativo nacional hablaba de lo caros que están los tomates y de que resulta más barato comprar el gazpacho hecho. La oficina de comunicación de alguna firma se anotó un punto, pero lo cierto es que aún podemos permitirnos el lujo de hacerlo en casa.
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