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Los sustitutos de la carne deberían ser bienvenidos. Simulan casi cualquier animal y pueden contribuir a mitigar el sacrificio de decenas de millones de animales ... a diario. O no. Es lógico creer que producir un sustituto de la carne que sepa casi como la auténtica es altamente positivo. Y lo hubiera sido si la religión no se hubiera interpuesto en el camino. El mercado global de carne kosher (certificada como apta para los judíos) y halal (lo mismo para la comunidad musulmana) mueve el enorme valor de cientos de billones de euros anuales. En ambos casos, el sacrificio de animales es supervisado por un funcionario religioso. La cuestión es la siguiente: ¿Para qué se necesitan certificados de aptitud por parte de autoridades religiosas cuando se trata de una carne artificial? Obviamente, para nada.
Pues bien, tal vez preocupados por la previsible disminución de los ingresos para las arcas del templo que pueda resultar si la carne artificial llega a los lineales del supermercado sin bendiciones, se ha desatado un debate escolástico sobre si la falsa carne sintética tiene o no tiene alma. Los partidarios de que sí, argumentan que si en la fabricación han intervenido en modo alguno células u hormonas de animales, caso de la cultivada en laboratorio, la ley religiosa debe ser aplicada. Pese a lo forzado del argumento, el debate ha dado lugar a una situación en la que las autoridades de ambas religiones insisten en que la carne artificial producida en laboratorios o en la industria, por más que no tenga relación con ningún animal vivo, no puede venderse sin el certificado halal o kosher, sin el cual, dicen, los fieles no la aceptarían.
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