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Los turistas nunca alcanzan a llegar hasta aquí, Makurdi no tiene nada que ofrecerles. No hay playas ni monumentos que salen en alguna guía de viajes. Makurdi es una pequeña mancha en las orillas del río Benuente, en lo más profundo de Nigeria. Un lugar en el que el viaje suele ser de salida y no de llegada. Miles de jóvenes intentan emprender el camino a Europa porque creen que lejos de esta tierra les irá mejor.
Pero también en este rincón del mundo olvidado hay momentos en los que la esperanza florece. La razón hay que buscarla en un cirujano malagueño. César Ramírez, 54 años, acaba de retornar de una nueva misión humanitaria para brindar asistencia quirúrgica a una población que carece de cualquier tipo de cobertura sanitaria. El hospital más cercano se encuentra a siete u ocho horas, una distancia invencible. Un coche aquí lo tiene casi nadie.
Ramírez, jefe de cirugía general en el Hospital Quirón, llegó a África por primera vez en 2016. El vasto continente y su gente le fascinaron. El estado de la sanidad le asustaron: por inexistente salvo para una élite muy reducida. La mayoría de médicos locales trabajan en las capitales o en el extranjero.
El 22 de noviembre comenzó esta nueva misión. El viaje en sí ya es un reto logístico. De Málaga a París, de París a Abuya y de Abuya, en carretera tortuosa, hasta Makurdi. Lo que le espera a Ramírez y a su equipo no es terreno desconocido en relación a las patologías que van a operar. Sobre todo, intervenciones en hernias y bocio. Esta última es una afección tiroidea tan prevalente en África como desformante.
En una semana, habrán pasado por sus manos un total de 177 personas. El paciente más joven con apenas un año y el mayor con 79. En algunos pacientes el bocio ocupa el tamaño de dos palmas de la mano. Sin una intervención, el camino está trazado: vida corta y ser un paria.
Ramírez y su equipo llegan a donde no llegan las autoridades de unos estados que carecen de recursos, donde la palabra sanidad pública es menos que una fantasía . Diez, once y doce horas. Apenas paran para comer al mediodía. «Operamos a un ritmo de 25 o 30 intervenciones diarias. Sabemos que si no es con nosotros, esta gente no va a recibir la ayuda que necesita», detalla Ramírez. A este profesional no se le ocurre mejor manera para vencer la sensación de cansancio.
Son estos los momentos en los que Ramírez no sabe ni en el día que vive. Toda la energía está concentrada en una ecuación tan simple y difícil al mismo tiempo. Operar al máximo de personas posible en el poco tiempo que permanecen en Makurdi. Consolar a los pacientes con otra fecha sería un acto de hipocresía porque esa fecha no llegaría.
Hay más complejidad. Imaginar un quirófano en África como algo similar a lo de aquí es una distorsión de la realidad. ¿Qué es diferente? Todo. Con lo que había en Makurdi no daba ni para colocar una anestesia general. Y aquí engancha otro elemento de esta expedición. Además de la asistencia, Ramírez y su equipo traen consigo aparatos y material por valor de 45.000 euros. A las paredes del quirófano improvisado ahora le seguiría yendo bien con una mano de pintura. El techo sigue pareciendo no muy estable. Pero lo esencial, que son las herramientas para operar, están garantizadas.
Canalizadas a través de la Fundación Bisturí Solidario, los aparatos se quedan luego en el Bishop Murray Medical Center de Nigeria. «Es otra de nuestras ambiciones. No solo queremos operar a las personas sino ayudar a formar a los médicos locales y dotarles de una maquinaria de la que carecen», detalla Ramírez. Acto seguido, rompe una lanza por sus compañeros africanos. «Aquí hay médicos muy buenos. Dan de sí lo que pueden. Pero falta de todo. Medicamentos, material y maquinaria», insiste.
Hablar con Ramírez también es un ejercicio de adquirir conciencia. Es balancear entre la entrega formidable y el desamparo. La lista de personas que requerirían una intervención como las que puede realizar este equipo de cirujanos malagueños es cuasi infinita. Queda claro que el conjunto de este panorama agobiante no va a cambiar en un corto plazo. Es probable que no cambie nunca. «Llevamos nuestros cuerpos al límite, pero llega un momento en el que tenemos que parar», explica.
Ese momento suele llegar sobre las diez de la noche. Por mucho que quiera, Ramírez no contempla operar sin la garantía de una mente y unas manos que se sienten capacitados para ello. «Cada paciente es un reto y yo me pongo las mismas exigencias de resultados que me pondría en España», resalta.
La semana es intensa y redefine muchas cosas. Entre ellas, la palabra agradecimiento. «Aquí los agradecimientos son los rostros y las caras de la gente», explica Ramírez, que ya está pensando en volver.
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