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La globalización también ha llegado a la hostelería, en unos casos en forma de franquicias y en otros, de establecimientos que muchas veces parecen mimetizados unos con otros. Tomadas aisladamente, ciertas calles lo mismo podrían estar en Santiago de Chile que en Dublín, en Málaga o en Estambul. Mantener la idiosincrasia de cada lugar no es sencillo porque en muchos casos la demanda de los visitantes, y también de los locales, muchas veces tiende a unificar la oferta gastronómica de las ciudades.
Pero en toda esta dinámica, como señala Borja Antolín, que regenta La Campana de calle Granada, hay algunos que se han convertido en «la resistencia». En Málaga se conservan un puñado de frasquitos en los que se puede decir que se guarda la esencia de la ciudad, de cómo se ha socializado, comido y bebido durante más de un siglo. O, con mayor precisión: pervive una simiente de los lugares en los que han alternado las clases populares de Málaga con las que a veces se mezclaban las intelectuales para hablar de trabajo, de política y de la vida, para reír las alegrías y llorar las penas.
Y con algo en común: «Las tabernas siempre han sido sinónimo de barato», dice Manuel Villena Páez que junto a su socia Patricia Carralero se ha hecho cargo de la antigua Orellana después de que la familia fundadora se tuviera que desprender de ella, aunque a la vista de lo que ha sucedido en el último cuarto de siglo en Málaga no tiene mucha fe en que el negocio le llegue a sobrevivir. De La Campana, que llegó a tener una red de más de veinte establecimientos, sólo persisten tres que se quedaron sendos trabajadores cuando quebró el grupo. A diferencia de estas tascas, hay otras dos, mucho más que centenarias, sobre las que se escribe la historia de España y de Málaga que siguen en las mismas familias. Son la Antigua Casa de Guardia y Quitapenas, que impugnan por la vía de los hechos la maldición que amenaza a muchos negocios familiares: la dificultad de la sucesión, la herencia y saltar de la tercera generación; ya están la cuarta y la quinta, respectivamente, al mando. «Hemos superado guerras mundiales, guerras civiles y dos pandemias con trabajo, trabajo y trabajo», dice Marta Suárez, gerente de Quitapenas.
«Nos visitan turistas extranjeros porque buscan un sitio singular al que venga también gente de Málaga. Esto es típico, pero no es un escenario ni está impostado», defiende Alejandro Garijo entre los barriles de los que se sirven los pajaretes de la Antigua Casa de Guardia, que sí, se ha convertido en una atracción turística, pero por el momento eso no le ha hurtado su carácter genuino. Y de eso se trata, de que siga así. Por eso, Garijo siente la responsabilidad de ser el «mantenedor» de la taberna para que las próximas generaciones puedan disfrutar de este emblemático local que fuera de hora de atención al público aparece cerrado austeramente con unas puertas de madera y una fachada con la desnudez propia de las casas de vinos de antaño.
En las historias de estos lugares, muy distintas entre ellas, con avatares más o menos traumáticos, aparecen la reina Isabel II, la masonería, las cárceles y las incautaciones de la dictadura franquista, abogados metidos a taberneros, empresarios y también políticos, como un viejo alcalde republicano.
Quitapenas
Marta Suárez pertenece a la quinta generación al frente de las tabernas Quitapenas. Es, aunque no la primera mujer que ha trabajado en ellas («mi tía Aurora nació en la propia bodega de El Palo; toda la familia ha echado los dientes aquí», aclara), sí es la primera que ocupa su puesto: es gerente de la empresa. Cuenta orgullosa la historia de su saga y de su obra, cuyo origen data nada menos que de 1880. Por entonces, el viñedo que su tatarabuelo tenía en Cútar, en la Axarquía, se vio afectado por la filoxera, así que se tuvo que buscar la vida y reinventarse, para lo que se marchó a El Palo, donde montó una casa de comidas, lugar en que también vendía el vino que producía con las pocas viñas que le quedaron sanas tras la plaga. Se convirtió en parada obligatoria para los agricultores que iban de los pueblos cercanos a la capital a vender sus productos. En el viaje de ida no tenían para pagar, era a la vuelta cuando ya habían vendido la mercancía y tenían dinero fresco cuando saldaban su deuda. Ahí se fiaba. Porque la clientela también era fiel y cumplidora. Y fue la que bautizó la taberna: «Vamos adonde nos quitan las penas», decían.
En 1891 llegó un golpe de suerte: al patriarca de la saga le tocó la lotería de San Carlos y con ese dinero compró el edificio de la calle Juan Sebastián Elcano en el que estuvo ubicada la bodega hasta cuando en 2004 se mudó a Guadalmar. El de bodega fue un negocio que se combinó con la taberna, que después, a partir de los años cuarenta, empezaron a expandir: llegaron a ser un total de 28 establecimientos por toda la provincia. Después, en los años sesenta, continúa Marta Suárez, con el boom del turismo en la Costa del Sol, con la llegada sobre todo de visitantes nórdicos, su abuelo y sus tíos abuelos fueron los «pioneros del enoturismo»: se llevaban autobuses repletos de turistas a la bodega para hacer catas de vinos. En los años 90 llegaron a visitar 90.000 personas el establecimiento de El Palo.
Las empresas familiares muchas veces tienen problemas para saltar de generación en generación: surgen rencillas y disputas por las herencias. Pero no ha sido el caso de los Suárez. «Nuestro secreto ha sido trabajar a tope y preservar la calidad de los productos», asegura. Los socios actuales del negocio son el padre de Marta y sus tíos, que son seis: «Han tenido que inventar y meditar mucho para dar continuidad al negocio», dice. Y recuerda que durante todos estos años, prácticamente un siglo y medio, han sobrevivido a todo: guerras mundiales, un conflicto civil durante el que la bodega fue intervenida, dos pandemias -la de 1919 y la de 2020-, crisis económicas… «No ha sido un camino de rosas. Ha habido subidas y caídas. Ante eso, trabajo, trabajo y trabajo», dice.
Ahora mantienen el negocio de la bodega, que es miembro del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Málaga y vende a todos los niveles: desde el retail a la exportación. Y de las tabernas sobreviven dos en el centro histórico de Málaga, en Marín García y en Sánchez Pastor, especializadas en los vinos de la bodega del mismo nombre, la cocina malagueña y el pescaíto frito.
Marta Suárez lleva diez años como gerente de la empresa. Pero no ha trabajado toda la vida ahí. Su madre le inculcó que tenía que ser independiente profesionalmente del negocio familiar, así que estudió finanzas y trabajaba en una multinacional en Madrid cuando hacia 2004, cuando se mudaron de El Palo a Guadalmar, se requería un perfil financiero como el suyo, así que le propusieron volverse a Málaga, a la empresa familiar, le apetecía y aceptó. Cuando en 2015 su tío, que había sido gerente durante cuatro décadas, se jubiló, ella se convirtió en su sucesora natural. Y la familia está satisfecha. De hecho, desliza otra de las claves de la supervivencia de la misma dinastía al frente de Quitapenas durante más de un siglo: «No todo el mundo vale para todo». Cada puesto lo tiene que ocupar la persona con la capacidad y la preparación adecuada. Con ella trabaja su primo Víctor, y otra veintena de empleados que, dice, también son como de la familia: «El que menos lleva trabajando aquí quince o veinte años». ¿Y cómo son esas comidas o cenas de Navidad en familia?, ¿siempre hablando de la taberna, de la bodega, de trabajo, al fin y al cabo? «Procuro no hacerlo, porque siempre me dicen que estoy enamorada del Quitapenas».
Antigua Casa de Guardia
Son las doce de la mañana de un jueves de enero. La Antigua Casa de Guardia está a rebosar y ya se sirven los primeros pajaretes. La mayoría son turistas -los malagueños están en el tajo todavía- que hacen fotos. El lugar es pintoresco. Auténtico. Ésta es una taberna centenaria cuya historia se entrecruza con la de España. Si bien hay gente que cree que el origen de su nombre se debe a que en ese lugar se ubicaba un cuartelillo de la Guardia Civil o algo así, en realidad procede de quien fuera su fundador en el año 1840: José de Guardia, un empresario con inquietudes por el vino. En esa primera etapa el establecimiento estuvo en calle Ollerías. Pronto acompañó la tasca de una bodega porque el emprendedor quiso proveerse de su propio vino. En el año 1862, en una feria agrícola, en el Paseo de Reding, por su 'stand' se pasó nada menos que la reina Isabel II. Y llamó la atención que la soberana se detuviera más ahí que en cualquier otro de los puestecillos. José de Guardia, en ese encuentro, estaba presentando un moscatel trasañejo que debió de hacer las delicias de la señora con la que el malagueño entabló «cierta amistad». Tal es así que, además de convertirse en proveedor de la Casa Real, poco después fue designado gobernador en Segovia. De Guardia entonces dejó Málaga y traspasó el negocio a Enrique Navarro, que decidió hacer mudanza y de Ollerías se llevó la taberna a Atarazanas para a continuación, en 1899, colocarla en su ubicación actual, en plena Alameda Principal. «Ahora que está tan de moda Glovo y cosas así, Enrique Navarro ya ideó el reparto del vino a domicilio», recalca Alejandro Garijo, quien ahora está al frente de la taberna y que es quien narra la historia a SUR.
Y es que es justo en este punto de la historia de la Antigua Casa de Guardia donde entra su familia. Navarro contrató para dirigir su negocio a dos hermanos de Antequera, José y Antonio Ruiz Luque, que se convirtieron en su mano derecha. Así que cuando Navarro se jubiló traspasó taberna y bodega a los hermanos Ruiz Luque, que serían además quienes le darían su identidad actual que preserva el nombre del fundador, pero lo actualiza: Antigua Casa de Guardia. Estos dos hermanos eran los tíos del abuelo de Alejandro Garijo que sería después quien se haría cargo del negocio: «Era un filósofo, un verdadero intelectual de la época», afirma su nieto.
José Garijo Ruiz se había venido a Málaga desde Antequera a estudiar Derecho. Vivía con sus tíos, a los que echaba una mano en la tasca. Cuando acabó los estudios, si bien estuvo de pasante en algún despacho, a él lo que le gustaba era el bar, así que en el año 1940 se hizo cargo de él. Y por su vida dejó huella la historia de España: era masón y estuvo preso varios años durante la dictadura en la cárcel de Málaga, en el penal de Burgos y en el Puerto de Santa María. Fue un periodo en el que la taberna estuvo en manos de un administrador judicial, así que cuando José Garijo retomó el negocio no atravesaba su mejor momento. Pero fue capaz de reflotarlo con éxito. Y una de las ideas que logró llevar a la práctica fue la de tener el control de todo el proceso del vino, toda la cadena productiva, desde las uvas hasta la taberna, con lo que a día de hoy el 90% de la bodega se vende a la taberna y ésta únicamente comercializa el vino procedente de la bodega. «Cuidamos nuestra solera, nuestros vinos antiguos, ése es nuestro mayor tesoro», comenta Alejandro Garijo, que añade: «Y ésa es nuestra filosofía también: la bodega es para la taberna y la taberna, para la bodega».
Desde 1996 en que el abuelo falleció taberna y bodega son sociedades diferentes. La primera quedó en manos de su hijo pequeño, de Antonio, que continúa siendo el dueño, aunque sea Alejandro quien lo gestione. La segunda, en otra rama familiar. Las dos mantienen una relación inmejorable. Pero desde hace un par de años en su afán de mantener unidas taberna y bodega, Alejandro, su padre Antonio y su hermano Javier se convirtieron en los principales accionistas de la bodega. Así quieren continuar y asegurar que la relación de simbiosis que el abuelo creía que debía existir entre bodega y taberna siga perdurando y haciendo posible que el negocio permanezca fiel a sus valores. En definitiva mantener el legado recibido.
Porque Alejandro Garijo siente sobre sus hombros el peso de la responsabilidad. Se considera un «mantenedor» de una taberna por la que ahora pasan muchos turistas, pero que también se llena de vecinos de Málaga. Sonríe cuando explica cómo los fines de semana van familias a tomarse pajaretes y los adultos cuentan que ya iban de pequeños con sus padres y con sus abuelos. Aunque la anécdota más preciosa es la que involucra directamente a Alejandro: su pareja le contó como cuando era pequeña iba con su madre a la Antigua Casa de Guardia a llevarle el almuerzo a su padre, que era taxista. «Todo el mundo tiene una historia que contar», afirma. Además, presume que si los extranjeros van es porque quieren estar en un sitio singular con gente del lugar, de Málaga: «Buscan un sitio típico que no sea ni un escenario ni sea impostado».
Orellana
Ahora suma 'La Farola' a 'Orellana': al luminoso original que sobresale de la fachada en la calle Moreno Monroy le han realizado ese añadido al nombre original. Hace doce años, de la familia primigenia, la taberna tradicional pasó a manos de Manuel Villena y su socia Patricia Carralero, que se dedican al negocio de la restauración con otros cinco establecimientos. Villena quiere ser elegante y no entra en muchos detalles, pero parece que el traspaso no discurrió como la seda, sino más bien como la franela: todo parece indicar que fue rasposa. «El dueño del local me dijo que se había quedado libre y nosotros retomamos el negocio manteniendo las esencias», se limita a decir. Así que cuando se hicieron con el negocio le dieron un lavado de cara al establecimiento, tanto en el interior como en el exterior, que ahora aparece forrado dándole un aspecto 'vintage', pero también trataron de mantener las esencias: «Data de 1938, así que ha llovido desde que se fundó, es una parte de Málaga. Quien no conoce Orellana es que no conoce Málaga», afirma Villena, que asegura que dado el grupo hostelero que dirige, le gustan tanto los restaurantes más serios como las tabernas.
En éstas últimas hay que cuidar tanto los precios como la calidad, aunque se pueden permitir un mayor margen de error que en un restaurante en el que los clientes se sientan a una mesa con mantel y servilletas de tela, explican los dos socios apostados en la barra. Mientras, los parroquianos, tanto locales como foráneos toman buena cuenta de tapas y raciones de toda la vida: albóndigas, callos, carrillada, además de marisquitos y pescado, así como . La ambientación musical está a tono con el escenario: suena, por ejemplo, Chiquetete y su «esta cobardía de mi amor por ella hace que la vea igual que una estrella...». Y, para beber, cerveza Victoria, que les ha apoyado mucho en este negocio, además de vinos, pero sin tonterías ni postureos: Villena muestra, por ejemplo, un Martín Códax, que forma parte de su oferta.
«Las tabernas siempre han sido sinónimo de barato. Así que su motor tiene que estar muy engrasado. Sobre todo porque aquí hay mucha rotación: en una tasca, la gente se toma una caña, una tapa y se va, y entra otro, y vuelta a empezar», explica Carralero. Es un non-stop. En cambio, en un restaurante, aunque se tengan que cuidar mucho más las cartas y los productos, el ritmo es más reposado: puede haber un par de turnos para comer y otro par de turnos para cenar. «Los fines de semana en la taberna son de locos», dice Villena, así que han ampliado el espacio tomando el local de enfrente: lo acaban de abrir y tiene un aspecto más moderno y menos de tasca, pero el producto que se sirve a uno y a otro lado de la calle es el mismo.
Villena y Carralero analizan por qué quedan tan pocas de las antiguas tabernas de Málaga, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, en Sevilla. «Estos establecimientos han sido una fuente de autoempleo, pero es que ahora piden una fortuna por el alquiler de los locales, a lo que hay que sumar los salarios del personal, la luz, la selección de los productos y los impuestos, y lo que decíamos: una tasca, una taberna, ha sido siempre sinónimo de barato», explican. Y agregan también otra causa: «En los últimos 25 años, muchos de quienes montan negocios hosteleros no son hosteleros, son grandes grupos inversores que no saben del negocio y que no dan calidad».
Y por todo ello Villena se muestra resignado: no tiene herederos, así que cuando él se jubile y deje el negocio en concreto de la antigua taberna Orellana cree que nadie le tomará el relevo. «Cuando yo me vaya, seguramente no respeten esta tasca tal cual está», concluye.
La Campana
Otra forma de supervivencia ha encontrado La Campana. El grupo tabernero lo fundó Salvador Pérez Marín, uno de cuyos descendientes, Narciso Pérez Texeira, llegaría a ser alcalde de Málaga en los años treinta, durante la Segunda República. La más antigua de las tabernas fue la de Puerta del Mar, que abrió sus puertas en el año 1905 y que ya no existe. La de La Campana llegó a ser una red formada por más de una veintena de tascas en toda la provincia y hasta en Madrid, pero en los años noventa entró en decadencia y en 1996 el grupo quebró. Desaparecieron todos los establecimientos a excepción de tres: el de Carranque, el de Torremolinos y el que recibe a SUR, situado en calle Granada. Trabajadores de la cadena de tascas decidieron quedarse con ellas en el proceso de liquidación del grupo y negociaron no sólo el traspaso, sino también poder hacer uso de la marca, porque, presumen, «La Campana ha dado nombre a las tabernas como la Magefesa a la olla exprés».
Ese trabajador de La Campana que se quedó con la taberna de calle Granada es Salvador Antolín, que se acaba de jubilar: «He sido tabernero toda la vida, trabajé con mi padre en La Campana; cuando había muchas por toda Málaga, te podían decir que esa tarde o que al día siguiente hacías falta en la calle Granada, en Carranque, en Reding, en Antequera o en Puerta del Mar, y te ibas, así que habré trabajado en muchas de las que llegó a haber», dice orgulloso, a lo que su hijo, Borja, que le ha sucedido al frente del negocio, añade: «Somos la resistencia». Y explica por qué: sus clientes, dice, son principalmente malagueños, después está el visitante nacional y a continuación, el extranjero. Aunque entre este último colectivo, dicen, hay muchas personas que llevan yendo desde hace 25 años. De todas maneras, aclara: «No somos de esos bares que se adaptan a los clientes extranjeros anunciando cocina abierta todo el día, no». «Este es un negocio que va bien, pero hay que estar muy encima. Somos seis familias las que vivimos de esto: tenemos cinco empleados», continúa Borja Antolín.
Aunque la nueva familia que se ha hecho cargo de La Campana en la calle Granada ha hecho cambios. Por ejemplo, ha reformado el local: «Hay que modernizarse, sobre todo los baños, la instalación eléctrica… aunque respetando el aspecto de taberna», y también presumiendo de la historia, porque tienen el techo decorado con fotos del antiguo esplendor de La Campana: «Aquí han venido abuelos, padres y ahora los nietos y eso es un orgullo. Además, también vemos que cuando los malagueños reciben a amigos de fuera, se los traen aquí para que vean qué es lo típico de la ciudad», resaltan. «Con la reforma, también pusimos unas mesas y abrimos una terraza. Y si al principio sólo se despachaba vino -el grupo también llegó a tener una bodega que cerró- y marisco, ahora hay más cosas». Así, explican que lo que más triunfa entre su clientela es el pulpo frito, las conchas finas, el adobo o las gambas. Y para beber, la cerveza en verano, y los vinos en invierno. En éstos últimos, aclaran, apuestan por el producto de Málaga.
En lo que comentan que no han imprimido cambios ha sido en eso que consideran que define a una taberna: «Esto es para el pueblo, para la gente humilde». Ahora mismo el edificio que tienen encima está en obras porque se va a convertir en un hotel.
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