El peor verano
A veces ocurre: hay que tocar fondo para encontrar la manera de regresar a la superficie, como los buceadores que se quedan sin aire y tienen que asomar la cabeza para respirar
Mi mejor verano fue también mi peor verano. A veces ocurre. Hay que tocar fondo para encontrar la manera de regresar a la superficie, como los buceadores que se quedan sin aire y tienen que asomar la cabeza para respirar. «Para salir a flote», escribe Chantal Maillard. No se trata de evitar la oscuridad —como si eso fuera posible— sino de comprender que suele ser un camino de ida y vuelta. Que puede serlo, al menos. Y tejer los días con ese hilo, luego. Gil de Biedma lo supo pronto: «La vida nos sujeta porque precisamente / no es como la esperábamos». La incertidumbre, con tan mala fama, es también una forma de esperanza.
Desde el verano pasado hasta ahora me he quitado a una persona de encima. Literalmente. El otro día lo dije en voz alta por primera vez, delante de un par de conocidos, y creo que pensaron que era una metáfora. Quizá también lo sea. El proceso me dejó tres heridas que ya han cicatrizado. Ninguna dolió tanto como aquella tarde de agosto, cuando Manolo llamó llorando y sólo acertó a decir su nombre: Fran. Volver a Miguel Hernández: «Un manotazo duro, un golpe helado, / un hachazo invisible y homicida». En 'Las horas' cuentan que, cuando le preguntaron a Virginia Woolf por qué había decidido matar a un personaje del libro que estaba escribiendo, 'La señora Dalloway', respondió: «Alguien tiene que morir para que los demás aprecien la vida». El precio me sigue pareciendo demasiado alto. Y la vida no es un libro. Lo cantó Nacho Vegas: «Puede que sea hora de entrar ya en razón / y llegar a comprender que dentro de este horror / no hay literatura».
Habrá que asumir que hay cosas que no tienen sentido.
Como la vida no es como esperábamos, el verano aflojó en Puente Genil. «Extraño sitio para hacernos socios», suena en una canción de Quique González. Oficiando la boda laica de Jose y Elena, yo que siempre he odiado las bodas y no digamos ya hablar en público. Con personas «a las que quiero mucho y veo poco», un verso de González Iglesias al que tengo que recurrir más de lo que quisiera. Hicimos cálculos para darnos cuenta de que muchos de nosotros llevamos media vida siendo amigos. Veinte años, ahora que rozamos los cuarenta. Los amigos de siempre son lo más parecido que conozco a una brújula interior. Lo escribo y ya me suena cursi, pero qué más da. Nunca hay que renunciar al brillo de la novedad, pero ignorar el valor de lo que permanece por encima de los años, de los estados de ánimo y las etapas pasajeras, es de cretinos.
Y, en medio, por eso tantos entrecomillados, ha habido libros y canciones. Algunas películas también. 'Aftersun'. Le escribo un correo a Javi porque me acuerdo de él cuando leo un párrafo de Andrés Neuman. Hay que decir las cosas. Lo que no se comparte se pierde o como poco se diluye. También el recuerdo. Escribo un endecasílabo: «Sin tiempo de nombrar a nuestros muertos». No sé si lo usaré. Tengo una mochila por preparar. Vietnam. Pero esa será otra historia.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.