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Elena Laverón, en su estudio. FRANCIS SILVA
Elena Laveron: Una grande sin pedestal

Elena Laveron: Una grande sin pedestal

Vidas con huella ·

Los dibujos de aquella niña ensimismada que creció en Ketama, la hija del coronel interventor de Ceuta, acabaron rendidos a la escultura que huye de los espacios cerrados. Por maestría y arte, y por mujer, es una discreta rareza creativa del último medio siglo que pone en un pedestal a los arquitectos que la buscan para mejorar el paisaje urbano.

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Domingo, 12 de mayo 2019, 00:37

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Se apunta a que todos, también los artistas, nos miramos unos a otros incluso sin saberlo desde Adán y Eva. Por las cosas que hacía asociaban su estilo con el de Henry Moore, incluso antes –dice– de tener noticia exacta del inglés que también estaba por la escultura no sólo como pasión más allá de las formas agradables. Elena Laverón, tan singular por artista de referencia y por mujer, mantiene vivo a los 80 el espíritu libre y sosegado que ha alimentado una trayectoria tan brillante como poco ruidosa.

El resultado fue ganando con el tiempo madurez y también tamaño de las figuras aunque a esto último se lanzó sin grandes dudas. Fue tras el ninguneo haciendo pasillos a la espera de que una alto cargo del Ministerio de Cultura la recibiera para un darle un catálogo. Laverón, también en su día una activa disidente de Arco, hizo crecer su obra hasta escalar a sólida artista callejera, con encargos repartidos sobre todo en ese triángulo mágico de su Ceuta natal, Málaga y Torremolinos, las dos ciudades vecinas entre las que vive y crea.

El gigantismo liviano del marengo de Huelin y las diez toneladas de 'Figura de pie en tres módulos', en la gran rotonda de Teatinos, son la extraña pareja malaguita que el paisaje ha hecho suya. Atlanta y Nueva York están también en la ruta cosmopolita de Laverón, con creaciones que invitan al tacto en diez museos del mundo. Las curvas inesperadas y los vacíos son parte de su marca personal, un guiño a una línea ascendente en la creación de figuras poderosas y frágiles, sus tarjetas de visita que deja en parques y plazas.

Está convencida de que «en la próxima reencarnación seré cualquier cosa menos escultora»

El disfrute también de su obra incluye a veces ser 'sentadas', un bienestar casual para las piernas o un juguete sólido para críos, algo que le emociona especialmente más allá de sus sobrinos nietos, que ya tienen abundante oferta para cabalgar en el jardín de su casa. Obra suya en la recientemente peatonalizada plaza de la Costa del Sol cumple ya la condición de icono del municipio –«este alcalde me tiene una devoción especial conmigo», que le tributa estos días una muestra en el Centro Pablo Picasso. Sus piezas no dejan indiferente, como le pasó a aquel directivo de una multinacional, cuenta, que se encaprichó de 'Familia de pie' mientras hacía 'footing' en Washington, y hoy mejora un jardín de Piedmont avenue, en Atlanta. Pero el inicio de su visibilidad creciente como artista lo atribuye a unos admiradores especiales. «Les debo mucho a amigos arquitectos como Eduardo Oria, Ángel Asenjo, Manuel Jaén, Salvador Moreno Peralta...sin ellos y su fe en mí la cosa sería distinta y mi obra no sería tan conocida», se sincera la escultora más internacional empadronada en Málaga.

«Lo más importante es el dibujo y el modelado», sentencia restando valor a la ejecución material de la obra final, «que puede hacer cualquiera». En cualquier caso, no ha dejado del todo los pinceles, con los que empezó todo: «Pintar me sirve para relajarme cuando estoy cansada de la escultura. Me gusta más el bricolaje», saca ironía la artista a la que le gusta encerrarse en su estudio con las persianas casi echadas para explorar mejor el blanco de los moldes, cada uno de sus ángulos, que darán forma a la creación.

Taller

El taller de esta mujer, tan refractaria a los homenajes como amiga íntima de los hornos de cerámica desde niña, tiene aires de escuela cerrada en vacaciones pero con ella como único profesor y alumno que no se toma un respiro. Se parapeta entre figuras de todos los tamaños y materiales para no evitar hablar de si misma en su casa, que ella misma diseñó. Reconoce que la timidez que le llevaba de joven a la introspección le viene de una ligera afasia para modelar las ideas con palabras. No se puede decir lo mismo de su lenguaje con el mármol o la piedra, un diálogo casi inacabable porque pocas veces el resultado final le llena. Laverón tiene paciencia de estatua –«pueden pasar años», dice– desde un primer boceto a la obra definitiva. Desde niña, la hija del coronel interventor de Ceuta, ya se sentía feliz con los pinceles. «Nunca pensé que me fuera a dedicar a la escultura», afirma tan convencida de eso como de que «en mi próxima reencarnación seré cualquier cosa menos escultora».

Hace tiempo también que renunció a un pasaporte caducado en los ismos, la etiqueta de los colectivos plásticos locales y las genealogías de la historia eterna del arte que un día le inspiraron, desde la venus de Wilendorf para acá. Impactada por el David de Miguel Ángel, ella dice que es más de estímulos anónimos de una vida muy viajada con formación en Cataluña –donde estudió Bellas Artes–, París –tuvo una beca para trabajar con Ossip Zadkine– y Alemania, la tierra donde le llevó el trabajo de su marido, el médico Aser Seara, fundador de la clínica Santa Elena, en su honor. Marruecos, hasta los 14 años fue el espacio de Laverón y el destino temporal de su padre en Gerona le permitió estudiar Bellas Artes en Barcelona, formación que luego siguió pagando con trabajos menores, «pintando figuritas o vendiendo los primeros platos duralex» en la pensión. «Mis padres me daban lo que podían, pero con ocho hermanos, ya sabe, los varones primero para estudiar», se reivindica.

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