De ayudados a voluntarios: personas en riesgo de exclusión toman las riendas de un comedor social
La Asaec mantiene su entrega diaria de comida por la colaboración de sus propios usuarios, personas que han estado en la cárcel, han vivido en la calle o han intentado suicidarse
Abraham y Kiko pelan patatas sin la destreza de un cocinero pero con toda la voluntad posible. Cualquiera diría que llevan toda la vida haciéndolo, ... pero es una ocupación temporal, imprescindible para mantener abierto el comedor social de la Asociación Solidaridad Asistencial en Compañía (Asaec) durante estas semanas, cuando sus trabajadores están de vacaciones. Son dos de los dieciséis chicos a quienes esta organización ofrece residencia en pisos de acogida, habitaciones y albergues. Por unos días cambian su rol: de ayudados a voluntarios. Y eso permite que la Asaec siga ofreciendo más de ciento cincuenta raciones diarias de comida a personas que lo necesitan.
La Asaec lleva desde 1997 al pie del cañón en materia social. En 2020, tras los estragos de la pandemia, añadieron a su lista un comedor social para ampliar el número de personas a las que ofrecer cobertura. «En los últimos años hemos sufrido una inflación por encima del cuarenta por ciento. Esta subida ha afectado de manera directa a familias que, años atrás, no precisaban ayuda», explica Antonio Paneque, fundador de la asociación.
Muchos de quienes acuden no se adaptan al perfil arquetipo de necesitado social, si es que existe: «Buena parte de los usuarios son personas que están trabajando pero que ni con ésas son capaces de llegar a final de mes». No poder pagar las facturas, ni siquiera trabajando, supone una cruda realidad con consecuencias físicas y psicológicas. «Entre estas personas es muy común que vengan con sus tuppers y se lleven la comida a casa», insiste Paneque: «Aquí puedes comer, pero para una familia que viene con sus críos, almorzar rodeado de desconocidos puede ser una situación muy violenta».
En agosto, los trabajadores de la Asaec cogen vacaciones, un descanso que coincide con la Feria de Málaga y se prolonga hasta comienzos de septiembre. Y es entonces, durante estos días, cuando sucede la magia: el comedor sigue abierto.
Los chavales de la residencia toman las riendas del comedor durante las vacaciones de los trabajadores para que aquellas personas que lo necesitan continúen recibiendo su ración de comida diaria. «Cuando ayudas a alguien se te ayuda con una moneda que tiene un valor muy superior a cualquier otra. Porque su valor no es económico», recalca Abraham Heredia, de veintidós años y nacido en Málaga. Creció en la barriada de Capuchinos, aunque hace ya algunos años que no tuvo más remedio que abandonarla. Es el mayor de tres hermanos. Cuenta que sus padres nunca se ocuparon de ellos, situación que lo convirtió en un buscavidas; ha trabajado en chiringuitos y restaurantes desde que tiene edad para hacerlo. A sus complicaciones se suma la necesidad de medicación, pues sufre trastorno múltiple de la personalidad. Comenzó a vivir en la calle durante unos días, sin la medicación a mano, hasta perder la conciencia de quién era e incluso de dónde estaba. Pedro, un hombre que lo vio, decidió llevarlo a la asociación, donde reside desde entonces. Su hermana, la más pequeña, lleva en centros de acogida desde antes de cumplir el año, y su hermano mediano, de dieciocho años, vive en otro centro de acogida.
Actualmente existen 875 menores en la provincia de Málaga declarados en situación de desamparo y tutelados por la Junta de Andalucía.
Ahora se encuentra en la cocina, preparando una de las ciento cincuenta raciones de comida que reparten a diario en calle Virgen de la Servitas, 36. Pela patatas junto a Kiko Santiago, de treinta y dos años, más conocido como Kiko. También él, como todos aquí, tiene una historia detrás: reconoce haber sido una de las personas más conflictivas de su barrio. Hoy, después de cuatro años y medio en la Asaec, sus vecinos le saludan y le tienden la mano. Su madre y su padre, patriarcas de un clan gitano, murieron prácticamente al mismo tiempo. Ya consumía antes, pero la calle y la soledad le hicieron caer con mucha más ferocidad en la espiral de la droga. De la noche a la mañana se vio solo: «Y no hay nada que dé más miedo que la soledad».
Ha intentado quitarse la vida en múltiples ocasiones. Las cicatrices que recorren sus brazos y las laceraciones de su estómago son una marca visible de la montaña que carga a sus espaldas y del tormento que asola su mente. «Por las mañanas estoy aquí, trabajando. Me entretengo y ayudo a los demás. Pero luego llega la tarde. Salgo al parque y me siento en un banco para ver a la gente pasar, saludar a aquellos que me conocen y evitar quedarme encerrado en casa», confiesa a SUR durante una conversación marcada por las pausas y una mirada sin horizonte. «Un trabajo que me ocupase las tardes. Eso es lo que me haría feliz».
Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), el suicidio es la principal causa de muerte entre los jóvenes de doce a veintinueve años.
Mientras Kiko y Abraham pelan patatas en una esquina de la mesa, Raúl Aguilera (38), más conocido como El Toro, saca un pollo entero de la olla para desmenuzarlo. Hoy, uno de los principales bastones de Paneque. En el pasado, un gigante de casi doscientos kilos que no tenía miramientos a la hora de repartir leña. Su agresividad le llevó a la carcel. Al abandonar la celda conoció a su mujer, con la que tuvo un hijo. La llegada de su hijo marcó un antes y un después en su vida, un punto de inflexión que le hizo dar un giro de 180 grados. Perdió más de sesenta kilos, cambió de entorno y luchó, esta vez, por reinsertarse en la sociedad. Para Aguilera, ayudar a los demás se ha convertido en su credo.
En España el porcentaje de presos no reincidentes, según datos del Ministerio del Interior, se sitúa en torno al ochenta por ciento.
David Reina, de treinta y seis años, rehoga distintas hortalizas, inundando el edificio de un aroma a comida casera que abriría el apetito a cualquiera. Reina es de esas personas que no ha conocido la suerte. De las peores cosas fue la muerte de su madre. No fue repentina. Sufría cáncer y la vio apagarse poco a poco. Su último aliento de vida le trajo una pena irreparable, pero también nuevos problemas. Al parecer, llevaba tiempo sin pagar el piso donde vivían, cosa que él desconocía. Tras la muerte de su madre, lo desahuciaron y quedó en la calle. «Ni siquiera me dieron la oportunidad de intentar arreglar los papeles y poder empezar de cero, pagando yo el alquiler». Reina abandonó la casa de manera voluntaria, no tuvieron que proceder al desahucio. Empezó a vivir en la calle hasta que un día se plantó en la puerta de Asaec pidiendo un plato de comida. Carece de antecedentes o problemas de drogadicción. Simplemente la vida ha decidido apalearlo.
«Nos creemos inmunes, pero lo que le ha ocurrido a él puede pasarle a cualquiera», sentencia Paneque.
Hace poco Reina intentó entrar a trabajar en una empresa de reparto. Entre todos ahorraron dinero para comprarle una moto y que pudiera empezar a trabajar. Cuenta que la empresa le dijo que la moto era demasiado vieja y contaminante y que si quería trabajar ahí, necesitaría una más moderna.
Según el informe periódico del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), en España se produjeron una media de 82 desahucios diarios a lo largo del primer trimestre de 2024.
Faisa el Najar, de veinticinco años, friega los platos que sus compañeros van ensuciando en la tarea. También se quedó sin trabajo, aunque por problemas distintos. En su caso, la falta del dominio del castellano hizo que no pudiera terminar los estudios que estaba cursando. Por ahora. A los veinte estuvo dos años viviendo en las calles de Ceuta junto a su mejor amigo hasta conseguir cruzar a la península. Durante este tiempo, su amigo empezó a menudear y codearse con quien no debía para salir adelante. Acabaron matándolo. Un paisano ayudó a Faisa a cruzar y le dejó en las puertas de la Asaec junto con otro compañero. Najar sigue ahí desde entonces. Su compañero, sin embargo, está en la cárcel.
«Es una tarea muy difícil. El porcentaje de fracaso es muy alto y es algo que va rasgando el corazón. Hablamos de personas que no tienen familia, que han vivido en la calle o que tienen problemas de toxicomanía o mentales. E incluso un cóctel con varias características o todas ellas en una misma persona. Aquí nos dejamos la piel y duele, porque tenemos corazón. Cuando alguien falla nos abre una herida. Pero también nos da fuerza para seguir luchando», explica Paneque. Actualmente, solo cuatro de cada diez que entran en el programa consiguen reincorporarse a la sociedad.
La cuadrilla de relevo en esta ocasión la cierra Alae Zaloute, de veinticinco años. Vigila el arroz y los garbanzos, que se van cociendo en distintas ollas. Zaloute abandonó Tetuán con el objetivo de conseguir una vida mejor. Llegó a España a través de Ceuta y posteriormente tomó rumbo a Barcelona antes de acabar en Málaga. Es ambicioso, le gustaría abrir su propio negocio, y no quiere caridad ciega. En noviembre viajará a Marruecos con la asociación Policía Amigo para devolver parte del favor que la Asaec le ha brindado este tiempo. Zaloute es un trabajador nato que lo único que busca es escalar para poder ayudar a su familia. «De hecho, ya hay una empresa interesada en él, pero necesita terminar sus estudios», explica Paneque.
Hasta hace apenas dos meses, Alae Zaloute llevaba más de tres años sin poder ver a su familia. En junio la asociación recaudó fondos para que pudiera visitarlos.
Ahora todos ellos tienen una familia. «Esto no es una administración en la que fiches y te vuelvas a tu casa. Yo he tenido que echar la puerta abajo de nuestro piso a las tres de la mañana porque se estaban drogando dentro. O he cogido a alguno y lo he perseguido, por supuesto que sí. Porque hacemos también la labor familiar, de acompañamiento. Para mí son como mis hijos. Y a veces lo que necesitan no es un billete en el bolsillo sino un padre que les regañe pero también que les dé un abrazo».
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