«El aumento del cerebro implicó una reducción del rostro humano»
Juan Antonio Pérez, profesor de Paleontología. Ha liderado una investigación sobre cómo evolucionó la cara hace 2,5 millones de años y lo que significó para la especie
J. J. Buiza
Martes, 3 de noviembre 2015, 00:18
Juan Antonio Pérez Claros se considera «absolutamente» un paleontólogo vocacional. Tanto que estuvo años realizando investigaciones por su cuenta sin cobrar un duro hasta que, cuando cumplió 35, recibió su primera beca postdoctoral. Ya en el instituto empezó a leer al famoso paleontólogo Stephen Jay Gould y, estando en la carrera, las enseñanzas que recibió de los catedráticos José María González Donoso y Paul Palmqvist le terminaron por convencer de que esa era la rama en la que quería especializarse.
«La evolución es una idea unificadora de la Biología, es lo que da sentido a toda esta disciplina que engloba a su vez multitud de campos: Zoología, Botánica, Genética, etcétera. Como dijo el gran genético Theodosius Dobzhansky, nada en Biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución», resume este profesor titular de Paleontología, y miembro del Departamento de Ecología y Geología de la UMA. A sus 48 años, este malagueño ha liderado un nuevo estudio que aporta un importante cambio de enfoque al debate científico sobre cómo evolucionaron el cráneo y el rostro humano.
Hasta ahora, la discusión sobre la relación entre los dos principales complejos craneales, la cara y la bóveda del cráneo, se centraba en conocer, por un lado, si en unos grupos funcionaban como un todo integrado, mientras que en otros ambos complejos cambiaban de forma independiente.
Por otro lado, también se debatía si la integración era mayor en unos grupos que en otros. Sin embargo, este trabajo, publicado por la revista científica Plos One, propone que lo realmente importante es entender el cómo lo hacen. Y ahí radica la diferencia de los humanos respecto a los grandes simios y a los australopitecinos. Para JuanAntonio Pérez, la principal conclusión es que se pone de manifiesto es «la existencia en humanos de un programa básico de desarrollo del cráneo que compartimos con el resto de simios antropomorfos y que consiste en que el tamaño del neurocráneo crece a expensas del de la cara, incluso dentro de nuestra especie. No obstante, la evolución ha operado modificando dicho programa básico haciendo que, a lo largo del tiempo, las distintas especies de nuestro género presenten una relación mayor entre el neurocráneo y la cara».
Cambio radical
El cráneo es una estructura altamente integrada, pero hace 2,5 millones de años la evolución llevó al género humano por otro camino, mientras que los australopitecinos mantuvieron inalterado un patrón similar al de los simios actuales.
Ese cambio radical de la morfología craneana se tradujo en que la la cara se hizo más pequeña, aunque el tamaño general del cráneo aumentaba, añade el estudio, en el que también han participado Paul Palmqvist y Juan Manuel Jiménez Arenas, profesor de Prehistoria de la Universidad de Granada. La investigación ha exigido el estudio de patrones morfológicos evidenciados en el cráneo de grandes simios actuales, un número amplio de poblaciones humanas y un conjunto de homínidos fósiles.
El aumento del cráneo y del cerebro supuso una reducción de la cara y del aparato masticatorio. Ello propició una mayor demanda energética que nos llevó a ser una especie más fuerte e inteligente, explica Pérez: «Esto sin duda supuso un acicate por parte de la selección natural para preservar aquellos individuos que fueron capaces de hacer frente a solucionar los problemas derivados de tal demanda de alimentos: buscar carroña o cazar, relacionarse con otros seres humanos para tales fines, aprender a realizar útiles de piedra para consumir las presas, dado que nuestro aparato masticatorio no lo permitía, etc. Todos ellos son aspectos relacionados con la inteligencia. Posiblemente no se pueda concluir cuál es la causa o cuál el efecto, pero el aumento del cerebro propició la inteligencia y ésta, el aumento del tamaño del cerebro».
Pérez cree que estas conclusiones sobre cómo se modifican e interaccionan los módulos que componen el cráneo quizás puedan algún día ayudar a los biólogos del desarrollo a esclarecer qué rutas morfogenéticas han estado implicadas en la evolución humana.
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