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La inquietud de su vecina por estar desconectada «del mundo» en una conversación en el descansillo del bloque a las nueve de la noche le trajo a la memoria aquel rudimentario transistor del Real Madrid que le regalaron a su hijo cuando hizo la Comunión. Tardó en encontrarlo entre miles de bártulos acumulados en una estantería. «Después de doce años nunca pensé que me haría tanta ilusión encontrar este trasto tan valioso; afortunadamente tenía pilas en casa y para mi sorpresa, funcionó», expresa Ana (nombre ficticio), que sola en casa se sintió acompañada por unas horas hasta que sobre la medianoche se fue a la cama aún sin luz en la zona del Centro.
Como ella, muchos malagueños se acostaron con más preguntas que respuestas sobre el apagón histórico en España y con la incertidumbre de si despertarían hoy conectados. La falta de electricidad no solo dejó a ciegas a la población, también sin teléfono y sin Internet. «Esto hace 50 años no ocurría y mira que los cortes de luz eran más frecuentes, pero al menos podíamos llamar por teléfono; hoy con la fibra óptica todo está interconectado», expresa Jorge Campoy (74 años) en un corrillo a las puertas de una cafetería.
El fatídico día puso de relieve carencias y dificultades para sobrellevar la más peregrina de las actividades, como calentar la comida en la vitrocerámica o ducharse con agua caliente porque el termo era eléctrico. Y en la adversidad, la población sacó su mejor versión para ofrecerse a ese vecino con niños pequeños para que pudiera prepararle la cena o dejarle su cuarto de baño para que se asease la familia, porque en su casa siempre prefirieron el gas. «Tengo butano y me he alegrado mucho», asegura Mari Ángeles Verdugo (64 años), mientras termina de limpiar el portal de una comunidad. «Nunca he querido la vitrocerámica ni tarjetas de crédito y ayer me di cuenta de que los hábitos antiguos son los que funcionaron», recuerda esta trabajadora que cenó escuchando la radio con el transistor de su marido. «Fue hasta divertido», aunque no niega que el apagón le fastidió la serie que le gusta ver.
Fue el día de volver a las «buenas costumbres», a ofrecer ayuda al vecino que lo necesita, a dedicar horas extras a la familia robadas por la televisión o las redes sociales o a acostarse temprano «de aburrimiento» y descansar las horas necesarias para levantarse con las pilas cargadas. Algunos, como Ángela Hidalgo (26 años), el apagón le dejó una sensación de impotencia y vulnerabilidad por la enorme dependencia de la luz. «Echamos de menos mi pareja y yo hablar con mis suegros; nos fue imposible, pero a cambio, al no tener que ir finalmente a trabajar por la tarde aproveché para pasear con él y cenar temprano y a la luz de la velas, en modo romántico», relata esta fisioterapeuta que a las once de la noche ya estaba en la cama. «Inaudito, así me he levantado hoy con esta energía».
Igualmente, permitió algunos padres como Salva Luque (47 años) a reafirmarse en la educación sin televisión y sin pantallas a sus hijos: «Llegamos del parque y fue como un día cualquiera; antes de las nueve ya estaban acostados, y no vieron ni anochecer. Lo único que mi hija de 6 años echó de menos fue leer algo antes de dormir, pero por lo demás como cualquier otro día», apunta Luque que con familia en el pueblo y acostumbrado a la vida sencilla, cree que a los «urbanitas le vino muy grande». «Solo había que escuchar a otros padres en el parque agobiados porque no tenían comida preparada para la cena y agua caliente para los baños».
También el apagón interfirió en las operaciones con tarjeta, por eso Dioni (60 años), que tiene un establecimiento de arreglos de ropa y solo acepta efectivo, se dio cuenta de que lo está haciendo bien y que esto debe ser un toque de atención para volver a hábitos que nunca debieron perderse.
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