Por qué no iré al Bernabéu a ver el Boca-River
Cuando no se es ni una celebridad ni una eminencia, escribir en primera persona podría interpretarse como el acto absurdo de egocentrismo de quien no ... tiene conciencia del pequeño lugar que ocupa. Espero que esto no se interprete de esa manera. Voy a escribir sobre Boca, en este caso sobre un Boca-River, y no puedo escribir desde la neutralidad, ni siquiera desde la tercera persona. Lo siento, no soy periodista deportivo y no tengo relación profesional con el fútbol y mucho menos con Boca. Este no será, por lo tanto, un texto neutral. Soy de Boca desde que tengo memoria. Mi pasión por esos colores nunca decayó, ni cuando con 12 años elegí jugar al rugby y no al fútbol, ni cuando emigré para hacer mi vida a más de 10.000 kilómetros de Buenos Aires y de la Bombonera.
El primer regalo de Reyes del que tengo conciencia es una camiseta azul con la franja horizontal amarilla en casa de mis abuelos; los recuerdos más emocionantes de mi infancia me llevan al barrio de La Boca, de la mano de mi padre camino de La Bombonera, con el 'Dale Boca' que bajaba desde la tribuna y que se volvía más y más ensordecedor a medida que nos acercábamos al estadio. El 'Dale Boca' me sigue emocionando tanto como desde que lo escuché por primera vez hace cerca de medio siglo.
He ido a ver a Boca cada vez que he podido, en mis cada vez más espaciados viajes a Buenos Aires, e incluso alguna vez que el equipo ha jugado algún partido amistoso en España. Pero no estaré en el Bernabéu para ver el Boca-River de la final de la Libertadores. Ése no es mi partido.
El jueves, cuando se supo que la final se definía en Madrid, mi primera reacción fue buscarme un billete de tren, comenzar a hacer gestiones para conseguir una entrada, procurarme un alojamiento para dormir en Madrid. Pero a medida que me iba haciendo a la idea de que viajar a ver la final de la Libertadores era posible, sentía que en realidad no tenía ganas, que el entusiasmo no crecía conforme mis gestiones avanzaban ¿Cómo no tenía ganas de ver un Boca-River decisivo para un torneo internacional que la casualidad y las circunstancias habían puesto a dos horas y media de mi casa?
Cuando la página de Renfe me instó a confirmar la operación de compra del viaje, le di a cancelar. A esas alturas el wassap y las redes sociales hervían con preguntas de amigos que llegaban desde el otro lado del océano. ¿Vas al partido? No me costó escribir la palabra no, e intenté comenzar a racionalizar mi falta de ganas para explicar, y explicarme, la decisión.
Que la final de la Copa Libertadores de América se juegue no ya fuera de Sudamérica, sino en la capital del Reino de España es, para empezar, mucho más que una paradoja histórica. Es una extravagancia que será muy difícil de explicar en el futuro. Pero la decisión de no ir al partido tiene poco que ver con esa anomalía histórica (un periodista argentino ha propuesto bautizar este torneo como Conquistadores de América) y mucho con los sentimientos de vergüenza, rabia, dolor, humillación y tristeza que finalmente pude identificar en el origen de mi falta de ganas.
Desde que se supo que Boca y River, los dos clubes más grandes de Argentina, iban a definir la edición de este año de la Copa Libertadores los dirigentes políticos argentinos, con Macri a la cabeza, aseguraron que se presentaba la posibilidad de que el fútbol mostrara la verdadera cara del país. Ese afán, el del fútbol utilizado como propaganda política, retrotrajo a la dictadura y al Mundial de 1978, pero esta vez no hubo engaño. El fútbol, esta vez sí, mostró la verdadera cara del país, la de una parte de la sociedad cainita y enferma por una pasión mal entendida, la de unos políticos tan irresponsables como ineptos, la de unos dirigentes de un fútbol corrupto hasta la médula, la de una policía ineficaz y pervertida. La suspensión del partido también enseñó otra arista del drama argentino, la de un país donde saltarse las normas no tiene consecuencias, y cumplirlas no tiene recompensa. Es, en suma, un gigantesco fracaso del que, sin embargo, nadie se ha hecho cargo.
Después de que el partido no pudiese jugarse porque los jugadores de Boca fueron víctimas de una agresión a las puertas del estadio de River, había un abanico de posibles decisiones. Se le podía dar el partido ganado a Boca, del mismo modo que una situación similar pero en sentido inverso hace tres años se resolvió otorgándole la victoria a River; se podría haber ordenado jugar el partido en el estadio de River una vez que los jugadores agredidos de Boca se recuperasen; se podría haber ordenado jugar el partido en campo neutral o incluso a puertas cerradas. Incluso se podría haber declarado desierto el torneo y sancionado a todos los equipos argentinos con cinco años sin participar en competiciones internacionales. Cualquiera de estas decisiones hubiese sido razonable.
Nada de eso ha sucedido porque hace tiempo que este sistema corrupto le robó a la sociedad argentina uno de sus más preciados patrimonios culturales. Hace ya muchos años que las familias no pueden ir a los partidos de fútbol porque los hinchas violentos, amparados y fomentados por los dirigentes, se han adueñado de los estadios. Hace tiempo que los aficionados no pueden ir a los partidos que sus equipos juegan en estadio ajeno. Hace tiempo que la selección argentina deambula por las competiciones internacionales sin timón y sin proyecto dilapidando el prestigio ganado por los mejores jugadores que ha dado este deporte. Hace tiempo que los mejores jugadores son vendidos a los clubes más poderosos del mundo cuando apenas son unos adolescentes en formación en un gigantesco negocio del que se lucran dirigentes, representantes y comisionistas mientras los equipos en los que se han formado no consiguen salir de la bancarrota.
Por eso no debe sorprender que el negocio se haya impuesto a las normas, a la decencia y a la tradición y la final haya viajado a Europa. Si el partido puede jugarse con público, ¿dónde quedan los derechos de los 60.000 hinchas de River que pagaron su entrada y esperaron durante seis horas en el estadio a que el partido se jugara?
Con un cinismo marca de la casa, el presidente de la Confederación Sudamericana dijo el jueves que el partido podrán verlo hinchas de River y de Boca. Olvidó matizar que el 99 por ciento de los argentinos no pueden permitirse un viaje transoceánico para ver un partido de fútbol.
El Gobierno español, el Ayuntamiento de Madrid, la Federación Española de Fútbol y el Real Madrid sabrán por qué han aceptado este reto. Es verdad que el riesgo es mínimo, no porque España sea un país seguro, que lo es, sino porque en Argentina la violencia en el fútbol es un negocio (las barras bravas controlan el merchandising falso, los aparcamientos los días de partido, la reventa de entradas y la venta de drogas en las gradas) que se basa en la impunidad y en la complicidad policial, y de nada de eso disfrutarán en Madrid. Si se produce alguna pelea o incidente, la culpa será de los hinchas argentinos; si todo va bien, el mérito será de las autoridades españolas. En ambos casos, los verdaderos culpables, los que han acabado con el fútbol argentino, lo estarán mirando desde el palco del Bernabéu. Que no cuenten conmigo.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión