Esa gente que habla en los conciertos
Hay algo de lo que no nos podemos librar en ningún sitio, no sé si el fenómeno va en ascenso o si uno se está haciendo mayor
Los aficionados a la música en directo, y más concretamente a los festivales de música, tienen que pasar por diversas incomodidades de diversa naturaleza que ... tienen que ver con el acceso, las aglomeraciones, hacer cola para casi todo lo vital, atender a un sonido irregular y llenarse de polvo los zapatos, entre otras cuestiones más o menos reseñables. El trance no fue tan grave en festivales como el Cala Mijas, aquellos que se preocupan por su público, y por ejemplo disponen de cabinas para dejar las cosas o lugares de descanso decentes. Pero hay algo de lo que no nos podemos librar en ningún sitio, no sé si el fenómeno va en ascenso o si uno se está haciendo mayor. Hablo de la gente que no para de hablar en los conciertos.
La agradable experiencia de usuario que está proponiendo Cala Mijas –salvando acaso una leonina vuelta a casa– quedó mancillada por la asombrosa locuacidad de una parte del público, que siempre es la más ruidosa. Estamos de acuerdo en que ir a un concierto al aire libre no es como ir a una ópera. Aquí se bebe, las emociones se potencian, se exalta el cariño y la amistad y todos nos volvemos expertos en algo porque de lo que más se sabe es de lo que más te gusta, y está muy bien, pero otra cosa es ir a un festival a dedicarte a contar los últimos episodios de tu frenética vida y echar la tarde así, en un trance de mesa camilla que a lo largo de la noche me regalaría una imagen para mí inédita: vi a gente hablando de cosas del trabajo en primera fila.
Recuerdo el runrún de una larguísima conversación durante el concierto de Arcade Fire recitada a gritos, que es una de las pocas maneras en las que se puede escuchar en un macroconcierto. He imaginado cómo se descomponían los tímpanos de la interlocutora que para mi sorpresa se mostraba interesadísima en una historia absurda de la que conozco buena parte de los detalles, y eso sin interesarme. Las miradas de descuartizador que nos salen a veces no fueron suficientes para aplacar ese torrente de literatura oral, que tampoco era el único. Se conoce que no hay suficientes bares en España, que no hay playas y que tampoco tienen teléfono, ni casa. Uno de mis acompañantes, de una manera, a mi juicio de entonces, demasiado amable, les pidió que si era posible que hablaran más bajito. Ni siquiera pidió silencio (porque no es de eso de lo que estamos hablando). Ellas dijeron que sí, pero el volumen bajo duró poco. A pocos metros de ellas estaba tocando un grupo de música de una decena de integrantes, quizá la mejor banda que existe ahora mismo sobre la faz de la tierra. Poco les faltó para tener que pedir al grupo que dejara de tocar para terminar la historia.
Como nuestras solicitudes de silencio resultaban infructuosas, cuando no temerarias, en todos los escenarios tuvimos que movernos de sitio para buscar compañeros de viaje que estuvieran, efectivamente, disfrutando del concierto, y no contándose sus cosas mientras que lucen palmito, ejerce el libre postureo, liga o simplemente va a un sitio para poder contar que ha estado ahí, y seguramente no sean conscientes de lo incómodo que resulta tenerlos cerca. ¿Para qué ha venido esta gente? Pues para convertir un festival de música en su salón de té. La gente que habla en los conciertos tendría que poder disfrutar de un escenario propio.
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