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To take away

Cruce de vías ·

Mientras aguardaba que me entregaran la bolsa no dejé de mirar la puerta del hotel. Luego subí ala habitación y comí en silencio

Sábado, 14 de diciembre 2019, 00:52

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El otro día me invitaron a participar en una mesa redonda con otros escritores para hablar de los respectivos territorios literarios. El acto se celebraba ... en una ciudad en la que había estado una sola vez hace ya tiempo. Llegué al mediodía y como no vino nadie a recibirme a la estación de tren, cogí un taxi para ir al hotel donde me habían reservado habitación. Dejé el equipaje y fui a dar una vuelta a la manzana antes de que vinieran a buscarme para almorzar. No se presentó nadie ni recibí ninguna llamada. Me asomé a la ventana y vi un restaurante tailandés en la acera de enfrente con un letrero en la puerta que decía 'Take Away'. Solamente había desayunado un café y tenía hambre. Los organizadores tampoco me informaron sobre la hora ni el lugar donde se celebraba el acto ni quiénes eran los demás participantes. Nos habíamos comunicado únicamente por correo electrónico. No tenía su número de teléfono, así que no me quedaba más remedio que esperar hasta que dieran señales de vida. A las cuatro de la tarde no pude aguantar más, dije al recepcionista que era el huésped de la 205 y que si alguien preguntaba por mí dijera que enseguida regresaba. Crucé la calle y pedí en el thai comida para llevar. Mientras aguardaba que me entregaran la bolsa no dejé de mirar la puerta del hotel. Luego subí a la habitación y comí en silencio. Me tumbé en la cama a seguir esperando. Llamé a recepción para preguntar si sabían dónde se celebraba la mesa redonda. Me contestaron que no. Envié un mensaje desde el móvil al correo de Beltrán González, el desconocido que me había invitado a participar en el acto. Cuando dije que estaba en la 205 tuve la sensación de escribir desde una celda de la cárcel, este sería mi territorio literario a partir de entonces. Estuve pendiente del correo y el móvil hasta las siete de la tarde. A esa hora comencé a ponerme cada vez más nervioso. Miraba el teléfono que había sobre la mesilla de noche y también el mío, miraba la calle, el cielo gris. Pensé en desahogarme por teléfono con algún amigo, pero corría el riesgo de que me llamaran en ese preciso instante y yo estuviera apagado o fuera de servicio. A las ocho y cuarto me sentí desconcertado. Los minutos transcurrían interminables. Había comenzado a llover y sólo veía paraguas cruzando la calle. No encendí la tele ni la luz, confiaba en que de un momento a otro iban a llamar para decir que estaban abajo esperándome. Entonces miraría al espejo del cuarto de baño, me pondría la gabardina y aparecería sonriente en el vestíbulo del hotel. A las once menos cuarto crucé la calle y pedí la cena para llevar.

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