Santos inocentes
Me gustaría que no se perdiera el sentido del humor, aunque fuera yo el blanco perfecto de los bromistas
Entonces nos lo creíamos todo y la fantasía no conocía límites. Tal día como hoy sucedían milagros y desastres desde primera hora de la mañana ... hasta la noche. Noticias sorprendentes, como si de pronto el mundo se hubiera vuelto del revés. Ardían o se desmoronaban los monumentos históricos más emblemáticos del mundo, dimitían Reyes y jefes de Estado, se divorciaban matrimonios inseparables que llevaban juntos toda la vida. El mejor futbolista de cada equipo tomaba la decisión de fichar por el club del enemigo más acérrimo. Los tsunamis no consistían en movimientos metafóricos sino que eran olas inmensas que cubrían las ciudades costeras más importantes del planeta. Los pobres inocentes que andaban por las calles iban con monigotes de papel pegados a la espalda. Los periódicos y los medios de comunicación informaban de noticias tremendas que actualmente son habituales. El 28 de diciembre había que estar alerta porque cualquiera podía ser objeto de burla y caer en el ridículo. Al día siguiente todo volvía a la normalidad, como si no hubiera pasado nada.
También se producían sorpresas en los hogares. Nos levantábamos por la mañana temprano y encontrábamos una cagada en el bidet porque algún sonámbulo de la familia reconocía haberse equivocado de váter durante la noche. De pronto, la casa apestaba a bomba fétida. Los platos se levantaban solos de la mesa del comedor. Luego aparecía alguien dando traspiés con un cuchillo enorme atravesando su cabeza. La tinta se derramaba ensuciando libros, manteles, cuadernos y toda clase de superficies. Una tinta que al cabo de un rato desaparecía por obra de magia. Las tiendas de artículos de broma hacían su agosto el 28 de diciembre.
Hoy estoy preparado para cualquier sorpresa. Leo las noticias y no creo ninguna por muy seria que sea. No considero nada cierto hasta mañana. Miro el reflejo de mi cuerpo en los cristales de los escaparates por si algún gracioso me ha colgado un monigote en la espalda. No es fácil gastar inocentadas, porque actualmente no terminamos de fiarnos de nadie en los 365 días del año. Ya no quedan inocentes. Paseo por la calle con el secreto deseo de que alguien me cuente algo increíble que me deje pasmado. Me encantaría encontrar una lombriz en la ensalada, unos 'huevos al plato' petrificados, un escarabajo en la sopa, un ratón en la encimera de la cocina, incluso una cabeza de caballo en la cama, bajo las sábanas manchadas de sangre con tinta roja. Me gustaría que no se perdiera el sentido del humor, aunque fuera yo el blanco perfecto de los bromistas. Ando buscando a los santos inocentes, pero no encuentro a ninguno. La única inocentada que hoy revolvería a cualquiera las entrañas consistiría en el anuncio de un gusano informático que amenazara con dejar al mundo entero apagado y en silencio.
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