La paradoja ajedrezada de Unamuno
El escritor y filósofo bilbaíno mantuvo durante toda su vida una relación insondable, misteriosa y obsesiva con el juego del ajedrez
MANUEL AZUAGA
Domingo, 29 de septiembre 2019, 00:42
Miguel de Unamuno (1864-1936), protagonista y foco actual de la conversación nacional tras el reciente estreno de la última película de Amenábar, es ... señalado por la historia como uno de los más ilustres enemigos del juego-ciencia, entre otras razones por reconocer que siempre tuvo presente «aquel aforismo de que el ajedrez, para juego es demasiado, y para estudio, demasiado poco». Sin embargo, el sentido último de esta reflexión tan unamuniana en contra del ajedrez es más paradójico y complejo de lo que en principio manifiesta, sobre todo si advertimos la casi enfermiza obsesión del pensador bilbaíno por el juego de las 64 casillas.
Ramón de Unamuno, nieto del célebre escritor, me confirma la sospecha. Él también cree probable que su abuelo dejara escrito este juicio tan negativo «mientras observaba en casa, irritado, cómo su hijo Pablo, que era mi padre, y José, mi tío Pepe, jugaban al ajedrez sin parar». Mercedes de Unamuno, también nieta, escribió un artículo titulado Don Miguel de Unamuno en mi recuerdo. Docencia y escuela en el que asegura que su abuelo fue «muy aficionado» al ajedrez y jugaba con sus hijos, «muy buenos jugadores», pero no tanto con sus nietos, ya que Unamuno murió cuando el mayor de ellos, Miguel Quiroga, tenía seis años.
¿De dónde le vino a Miguel de Unamuno la afición por el noble juego? No lo sabemos. Es posible que se transmitiera por influjo familiar, pero su padre, Félix, falleció cuando Miguel tenía solo cinco años, por lo que de él solo pudo aprender lo básico. Y de su madre Salomé tampoco tenemos ninguna pista. Según Ramón, el comienzo de su interés por el rey de juegos hay que situarlo en los años de estudiante que pasó en Madrid, de 1880 en adelante. Allí entró en contacto con el krausismo, con la intelectualidad liberal y con la mayoría de los integrantes de la Institución Libre de Enseñanza. Es el caso de la relación de amistad que fraguó con el poeta José Moreno Villa o con el pedagogo Alberto Jiménez Fraud, ambos malagueños. Tampoco conocemos con quién jugaba Unamuno, pero sí que solía hacerlo, durante horas, con un «ancianito que no parecía vivir sino para el ajedrez» y del que jamás, por extraño que parezca, supo nada, ni siquiera su nombre.
Unamuno confesó haber caído «bajo la locura del ajedrecismo» en su juventud
Años más tarde, Unamuno confesó haber sido, en su juventud, un «maniático del ajedrez», haber caído «bajo la locura del ajedrecismo», al punto de invertir más de diez horas al día delante del tablero. «Este juego, en efecto, llegó a constituir para mí un vicio, un verdadero vicio. Pero […] conseguí dominarlo. Y hoy no lo juego sino de higos a brevas». Es incuestionable, por tanto, su «ajedrecimanía» y la evidente lucha interna que el filósofo libró a cuenta de su relación con el ajedrez. Un sufrimiento este muy parecido al de otro ilustre contemporáneo, Santiago Ramón y Cajal, cuando dijo aquello de que «en el juego del ajedrez no se pierde dinero, se pierde tiempo y cerebro».
En 1910, José Pérez Mendoza, presidente del Club Argentino de Ajedrez, envió una carta al director del Colegio Nacional de Buenos Aires, donde solicitaba la introducción del ajedrez en los colegios. La misiva, publicada en una revista especializada, cayó en manos de Unamuno y fue entonces, interesado por este asunto, cuando decidió intervenir escribiendo un artículo titulado Sobre el ajedrez, donde se despachó con un análisis muy duro sobre los posibles beneficios del ajedrez en los niños. Para ello, Unamuno citaba a su admirado Edgar Allan Poe, quien defendía que el «intelecto reflexivo» se ejercitaba más con el «modesto juego de damas» que con el frívolo ajedrez. Unamuno estaba de acuerdo, pero corrigió a Poe y arrugó -cual pajarita de papel- uno de sus pocos argumentos positivos, al afirmar que «el ajedrez desarrolla la atención… para el ajedrez». A partir de este ingenioso proverbio, Unamuno se convirtió en uno de los más celebérrimos detractores del noble juego.
Sin embargo, para ser justos y no envenenar la historia, debemos tener en cuenta dos elementos fundamentales. Por un lado, la petición de introducir el ajedrez en las aulas, a principios del siglo pasado, era poco menos que un atrevimiento, una ocurrencia disparatada. En la actualidad, son centenares las experiencias pedagógicas que acreditan las bondades del uso del ajedrez en las escuelas –solo en Andalucía, valga el ejemplo, el programa aulaDjaque cuenta con más de 500 centros–. ¿Qué diría hoy Unamuno ante la evidencia del juego-ciencia como herramienta de innovación educativa? Es una buena pregunta, pero no podemos jugar con el elástico del tiempo. Por otro lado, insisto en ello, hay que imaginarse a un pobre Unamuno desesperado, pues ese mismo año 1910, cuando escribía su artículo contra el ajedrez, seguramente presenciaba cómo sus hijos –ambos ya adolescentes– seguían pasando las horas dándose jaques, en lugar de estudiar, y caían así en la misma trampa ajedrezada con la que él mismo tropezó en su juventud. «Que nunca tu pasado sea tirano de tu porvenir», nos dijo don Miguel al oído en uno de sus escritos.
El ajedrez está presente en su obra de manera recurrente, de un modo u otro, y se convierte en un hilo conductor
Un tiempo más tarde, su hijo Pablo (que terminó siendo odontólogo) fue varias veces campeón de ajedrez de Salamanca y en 1944 ¡logró vencer al campeón del mundo Alexander Alekhine! durante una exhibición de partidas simultáneas. Su hermano José (médico y catedrático de Matemáticas) lograba con frecuencia buenos resultados. En el periódico salmantino 'El Adelanto' he disfrutado leyendo algunas crónicas de la época en las que se narra con todo detalle los torneos que se celebraban en el hoy centenario Café Novelty, el mismo santuario, curiosamente, en el que Miguel de Unamuno organizaba una tertulia diaria. La imagen de los hermanos jugando mientras el padre filosofa resume de un solo brochazo el cuadro de esta paradoja familiar.
Pero existe un tercer y definitivo elemento que absuelve y disculpa a Unamuno de su falaz antiajedrecismo. Cuando se revisa con atención la obra del bilbaíno, nos damos cuenta de que el ajedrez está presente de manera recurrente, de un modo u otro, y se convierte en un hilo conductor que atraviesa la trama, los personajes, a veces la anécdota. Sin entrar al detalle de un resumen académico, sí podríamos citar, a salto de caballo, referencias al noble juego en 'La locura del doctor Montarco' (1904), en el artículo de prensa 'El ajedrez y el tresillo' (1914), en 'Don Catalino, hombre sabio' (1915), en 'Nada menos que todo un hombre' (1916), en su delicioso escrito 'En la calma de Mallorca' (1916), o en el divertido cuento 'Batracófilos y batracófobos' (1917).
En 1924, Unamuno fue condenado al destierro por el régimen de Primo de Rivera, por lo que debió pasar cuatro meses en Fuerteventura, «bendita isla» para el poeta. Allí recibió la visita de Crawford Flitch, el traductor al inglés de su obra 'El sentimiento trágico de la vida' (1912). Con él compartió cuarenta días que fueron recordados como «toda una cuaresma», con «baños de sol por la mañana, […] siesta» y «partida de ajedrez». Fue tan estrecha su amistad que Unamuno se refirió a Flitch como «mi amigo del alma». Años más tarde, en 1930, se publicó La novela de 'Don Sandalio', jugador de ajedrez, una pieza clave y concluyente en esta partida de Unamuno contra sí mismo, contra sus propios fantasmas y escaques.
Se suele pasar por alto la coincidencia, pero no deja de ser fascinante que 'La novela de Don Sandalio' se publicara el mismo año que 'La defensa', de Vladímir Nabokov. Y quizás ambas compartan, de la mano, el primer premio a la belleza de las novelas dedicadas al ajedrez. Para mayor asombro, diré que Don Sandalio y Luzhin, sus protagonistas, también coinciden en su patológica confusión entre la realidad que observan y su obsesión por el juego. Pero lo realmente extraordinario de 'La novela de Don Sandalio' es una suerte de conexión vital de la que me habla, emocionado, Ramón de Unamuno, quien, al leer el ya mencionado artículo de su abuelo contra el ajedrez, se dio cuenta de que Don Sandalio era aquel ancianito sin nombre con el que el joven Miguel de Unamuno jugaba sin descanso en sus tiempos de estudiante. Su abuelo, cincuenta años más tarde de aquellos encuentros, le dedicó una obra monumental y despejó cualquier duda acerca de su amor incondicional al juego del ajedrez.
Y aún existe un último hallazgo. En la Casa Museo del escritor en Salamanca se conserva un ejemplar de 'Manual de ajedrez' (1926), escrito por el campeón del mundo Emanuel Lasker, y los once primeros números (menos el n.º 4, que falta) de la revista Ajedrez español. Ana Chaguaceda, directora de esta institución, me confirma que el manual está subrayado por José María Quiroga, yerno (y secretario) de Miguel de Unamuno, quien compartió residencia con él durante un tiempo. Al parecer, Quiroga también estudió teoría, quizás con la intención de darle jaque mate a su suegro. Quién sabe si alguna vez lo logró.
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