Najdorf, el rey que nunca muere
El argentino de origen polaco perdió a toda su familia en el Holocausto. Jugar al ajedrez le salvó la vida
manuel azuaga herrera
MÁLAGA
Domingo, 19 de enero 2020, 01:01
«El último gran testigo de la mejor época del ajedrez», así definió el excampeón del mundo Gari Kaspárov a Miguel Najdorf, un ... personaje de película, desmesurado, que nació dos veces «sin pasar por el requisito de la muerte», como él mismo sostenía con aire burlón. «La primera, al igual que todo el mundo», en Varsovia (Polonia), «y la segunda, a los 29 años, cuando llegué a la Argentina». Finalmente, el 4 de julio de 1997, el mismo día en el que la aeronave Pathfinder aterrizó en Marte para grabar las primeras imágenes del planeta rojo, la estrella rutilante de Najdorf, a los 87 años, se apagó para siempre. Fue en el Hospital Clínico Universitario de Málaga. Su corazón llevaba un tiempo delicado y los médicos le habían recomendado no viajar a Europa para jugar torneos, debía descansar. Pero Miguel, en palabras de su hija Liliana, «era muy sanguíneo, era todo o nada». El Viejo no podía evitarlo, era amigo de las emociones fuertes, por eso no debe extrañarnos que, antes de poner punto y final a la partida de su vida, matara las horas jugando en un casino de la Costa del Sol. «De aquí me van a sacar con cinco camiones», solía decir a sus hijas.
Najdorf nació en 1910 en el seno de una familia judía. Era el mayor de cinco hermanos. Aprendió a jugar al ajedrez por casualidad, a los nueve años, cuando fue a buscar a un amigo, cuyo padre yacía enfermo. Aunque se ha dicho que este hombre era violinista en la Filarmónica de Varsovia, he oído al propio Najdorf aclarar que, en efecto, era músico, pero pianista de conservatorio. El caso es que el padre de su amigo le preguntó si sabía jugar al ajedrez y como el joven Najdorf no tenía ni idea, allí mismo le enseñó cómo se movían las piezas. Aquello le fascinó de inmediato. Se compró un libro en francés para estudiar por su cuenta y, a las pocas semanas, «ya era un jugador conocido» capaz de ganar con torre de ventaja al maestro pianista. Su madre se tomó aquello como una tragedia. Ella quería que su hijo fuera médico, el ajedrez le hacía perder el tiempo. En un intento de apartarlo de aquella pasión desmedida, quemó todos los tableros, libros y piezas que encontró en casa, pero no valió de nada, Miguel ya estaba hechizado por el juego.
Su primer gran maestro fue el campeón polaco David Przepiórka, considerado un niño prodigio y gran compositor de problemas de ajedrez. En 1935, una vez retirado de la competición, Przepiórka organizó la sexta edición del Torneo de las Naciones (en la actualidad, Olimpiadas de ajedrez) en Varsovia, donde Najdorf, con solo 25 años, representó a su país en el tercer tablero. A pesar de su juventud, tuvo una magnífica actuación. Unos años después, durante la ocupación nazi de Polonia, Przepiórka participó en un encuentro clandestino del Círculo de Ajedrez de Varsovia. La Gestapo descubrió aquella reunión secreta y arrestó a todos los presentes. Przepiórka, hijo de judíos, murió ejecutado en el campo de concentración de Palmiry.
Antes de este trágico desenlace, en 1936, Najdorf volvió a representar a Polonia en las Olimpiadas que se celebraron en Múnich. En aquel momento, la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE) había expulsado a Alemania por su actitud xenófoba y segregacionista. El presidente de honor de la Gran Federación de Ajedrez Alemana (GSB) era Joseph Goebbels, nada menos que el jefe de la propaganda del Tercer Reich. Los jugadores judíos debían ser perseguidos y expulsados de los clubes según orden expresa del presidente de la GSB, Otto Zander. Aún así, la FIDE permitió que cada federación decidiera libremente si acudía o no a la cita. Se presentaron 21 equipos y Najdorf, que ya jugaba como segundo tablero, logró la medalla de oro individual. Polonia consiguió la plata, por delante del equipo alemán, que competía con la esvástica en su bandera. Unos pocos días atrás, también en Múnich, el atleta negro estadounidense Jesse Owens se había colgado cuatro medallas en los Juegos Olímpicos, lo que le convirtió en un icono por la lucha de los derechos civiles. Hitler ordenó que lo vigilaran e intentó que devolviera las medallas. Entonces llegó Najdorf, el polaco judío, y se coronó como uno de los mejores ajedrecistas del mundo, en pleno corazón nazi. No sabemos si a él también lo espiaron, podría ser.
Najdorf llegó a Buenos Aires cuando Alemania invadió su país, Polonia, y su jugada fue quedarse en Argentina
Najdorf arribó a Buenos Aires a bordo del Piriápolis, en 1939, en compañía de muchos otros jugadores de distintas nacionalidades. Por aquel entonces estaba felizmente casado con Genia, una joven pianista, con la que tuvo una hija, Lucía. Habían planeado viajar juntos, pero una gripe truncó el destino de la familia. Por primera vez, el Torneo de las Naciones se celebraba fuera del viejo continente y Najdorf fue seleccionado para jugar por su país como segundo tablero. Ninguno de los pasajeros de aquel barco fue consciente entonces de estar navegando en un arca de Noé que los salvaría del diluvio nazi. Y es que el uno de septiembre, el ejército alemán invadió Polonia, justo cuando daba comienzo la fase final del torneo. Prometo escribir sobre este episodio en próximas entregas, pues la noticia del estallido de la guerra provocó todo tipo de situaciones extraordinarias entre los participantes. Les adelanto que, para colmo, ganó el equipo alemán, lo que generó una solidaridad inmediata por parte del pueblo y los medios de comunicación argentinos hacia el resto de los jugadores.
Es en este punto de la historia cuando arranca la segunda vida de Najdorf. Imaginen el drama. Su familia, en Varsovia, y él a miles de kilómetros sin hablar una sola palabra de español. Aunque José Raúl Capablanca, último campeón del mundo, le ofreció alojamiento en Cuba, Najdorf conoció a un polaco en Buenos Aires que le confesó que allí estaba ganándose «el puchero». Unas horas más tarde, en el hotel, El Viejo se preguntó: «¿Y por qué no dijo el pan? Entonces este criollo pretende ganar algo más que el pan en esta tierra». Y así fue cómo decidió quedarse en Argentina, esa fue su jugada. Nunca más volvió a ver su esposa, a su hija de tres años, a sus padres ni a sus cuatro hermanos. Najdorf no lo supo hasta después de la guerra, pero todos ellos murieron, algunos en Auschwitz.
Haber estudiado latín en su adolescencia le permitió aprender el idioma («me defiendo en ocho lenguas», reconoció en alguna ocasión), al punto de que terminó escribiendo una columna de ajedrez, durante décadas, en el diario 'Clarín', las famosas sabatinas de Najdorf. En 1943, ofreció una simultánea a la ciega en Mar de Plata contra 40 rivales, y perdió solo una partida. Pero el belga Koltanowski, que tenía el récord de esa modalidad (37) hasta esa fecha, protestó de forma airada. La respuesta de Najdorf fue dar una segunda exhibición contra 45 tableros, esta vez en São Paulo (Brasil), ante testigos internacionales y con la asistencia de un médico que controló su estado de salud durante la prueba. El esfuerzo fue monumental. No solo se apuntó 39 victorias, sino que al día siguiente se presentó en la sala de juego y ¡reprodujo todas y cada una de las partidas! Cuando le preguntaron cuál era su secreto, Najdorf contestó: «Tengo una memoria privilegiada, aunque según para qué, porque si me prestan dinero se me olvida fácilmente».
Representó al país latinoamericano en once Olimpiadas
En realidad, Miguel dedicó su talento a estas hazañas como el náufrago que arroja una botella al océano, con la esperanza de que la noticia, por curiosa, llegara a su familia, como así parece que ocurrió. Años más tarde, se nacionalizó argentino y se casó con Eta, su segunda mujer, con quien tuvo dos hijas. He tenido la oportunidad de hablar con una de ellas, Liliana Najdorf, una mujer entrañable, y me cuenta que fue el mejor amigo de su padre, el médico Cecilio Skliar -a quien las niñas llamaban «tío»- quien los presentó. Liliana recuerda a su padre como un hombre «colérico, autoritario, al que solo le importaba el ajedrez. De hecho, no leía, más allá de los libros de teoría sobre el juego. Sin embargo, también era extrovertido, generoso, muy cariñoso, nos abrazaba y nos besaba constantemente. Y, sobre todo, era alguien que sabía pedir perdón, en eso era único, lo hacía sin orgullo nada más terminar una discusión. Mi viejo había sufrido mucho y eso le forjó un carácter muy instalado en sus opiniones, pero era buena persona». Continúa confesándome que «como hija, o me plantaba, o me pasaba por encima. No era fácil tenerle cerca, créeme, pero al mismo tiempo fue un honor. Mi manera de devolverle todo es colaborar en lo que pueda para mantener su legado. Mi papá es un hombre que no muere».
La vida de Najdorf, en efecto, está trufada de anécdotas y «a él le encantaba contarlas». En el tablero, representó a Argentina en once Olimpiadas y pudo presumir de haber vencido al mismo número de campeones del mundo, desde Capablanca hasta Kaspárov, con la excepción de Lasker. Se enfrentó a Ernesto 'Che' Guevara y a Fidel Castro, aunque a este último no quiso ganarle porque «cuando estás jugando contra un líder político, es mejor ofrecer tablas». También le dio jaque mate a Winston Churchill y al sha de Persia. Y en bastantes fuentes se cita que mantuvo correspondencia con el Papa Juan Pablo II, a partir de la publicación en 'Clarín' de unos problemas de ajedrez que le enviaron desde el Vaticano, aunque la información disponible es confusa. Encuentro una entrevista publicada en una revista hebrea en la que Najdorf relata que estuvo en Roma y habló directamente con Karol Wojtyla, durante hora y media, sobre ajedrez. Le pregunto a Liliana por ello: «Esa visita al Papa no la conocía, pero si El Viejo dijo que estuvo, hay que creerle».
Liliana escribió 'Najdorf x Najdorf' (Ed. Gran Blanco, 1998), un libro que es un tributo en el que recoge las historias novelescas de su padre. Me confirma que me ha enviado un ejemplar por correo, en español. No sé cómo agradecérselo. El hecho de hablar con ella desde Málaga le añade un punto mágico a nuestra conversación. Antes de invitarla a que vuelva por esta ciudad, me cuenta algo que me pellizca el estómago: «¿Sabes? Ocho años antes de que muriera, los médicos le habían dado ocho meses de vida, pero nada, él nunca hacía caso. Se creía el rey de la partida. '¿Y quién si no?', me decía… Creo que nada fue casual, que él quería morir en Europa, no en Buenos Aires, para acabar al menos un poco más cerca de sus seres queridos». Y así fue.
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