La mujer de al lado
Cruce de vías ·
Hacía meses que echaba en falta a los vecinos de al lado. Hasta esta mañana que he visto a la mujerHacía meses que echaba en falta a los vecinos de al lado. Hasta esta mañana que he visto a la mujer sentada sola en la ... terraza, bajo el sol, con los pies apoyados en un taburete de madera. Llevaba una blusa blanca, falda y sandalias negras. Ha pasado horas con los ojos cerrados mirando el cielo. No hablo con ellos, simplemente nos saludamos. El marido me hizo un día una pregunta en inglés, pero no comprendí lo que decía, sonreímos y yo seguí regando las plantas. Él pareció quedarse algo defraudado por no haberle entendido, como si yo fuese el extranjero. Ese día calculé que el hombre tendría alrededor de setenta años. Nada más verlo, pensé que era escritor. No sabría explicar qué me hizo llegar a esa conclusión, aunque enseguida deseché la idea.
Cada vez que salgo a la terraza miro de reojo la casa de al lado. No he vuelto a ver a la mujer hasta esta tarde, apoyada en la baranda, mirando el mar. Desde que vivo aquí, ellos solo pasan unos días en verano y Navidad. Un par de semanas al año, incluso menos. El resto del tiempo permanece la casa deshabitada. Antes acudía a limpiar una chica joven que se pasaba todo el rato cantando. Barría y fregaba el suelo de la terraza vacía. Luego entraba en la casa y la perdía de vista, pero seguía oyendo su voz alegre. Cuando ellos vienen, no se nota que están. Mantienen conversaciones en voz baja y no se escucha ningún otro sonido. Un día celebraron un almuerzo en la terraza con una pareja y dos niños, supongo que eran sus hijos y los nietos. El hombre hablaba español y la mujer le contestaba en español con acento alemán. Ellos tampoco levantaron la voz, hasta los niños jugaron en silencio.
Durante todo el día he sospechado que el vecino ha muerto. La última vez que vinieron, lo noté cansado. Me llamó la atención las horas que pasó contemplando el horizonte, igual que su mujer esta tarde. Llegué a pensar que se estaba despidiendo del mundo. De hecho, cuando se fueron consulté las agencias inmobiliarias para ver si habían puesto la casa en venta o alquiler. Me habría gustado que alguien abriera la puerta de la vivienda contigua y me invitara a pasar. Echaba de menos aquella relación que había en la escalera de la casa de mis padres, cuando yo era niño y conocía los nombres de todos los vecinos. Ahora comparto el mismo edificio con unos cuantos inquilinos que probablemente nunca conoceré. Como si viviéramos en nichos, tumbas, mausoleos. Como si cada edificio fuera un cementerio.
La ausencia del desconocido de al lado hace que me sienta triste. No sé por qué siempre me pongo en el peor de los casos. Lo más probable es que se haya quedado en el interior de la casa porque fuera hace demasiado calor, o que no haya venido porque tenía algún compromiso, o simplemente porque no le apetecía. Quizás ella ha realizado una fugaz visita a su hija y sus nietos, sin más. Los matrimonios no tienen por qué estar siempre juntos. Me preocupa esta obsesión por los vecinos. Las personas más cercanas dicen que tengo que salir y comunicarme con la gente, que mi modo de vida es peligroso para la salud, que paso las horas dando vueltas a lo mismo. Mi mundo llega hasta donde alcanza la vista. La mujer de al lado, el perro de abajo, la vecina del otro lado que sale a la terraza para hablar por teléfono y no vuelve a entrar en casa hasta que cuelga. La curiosidad por los secretos de los vecinos me convierte en testigo de sus historias. Después las escribo y me gano la vida a su costa. Creo que los que me conocen tienen razón, no puedo pasar tanto tiempo encerrado en casa con las puertas abiertas.
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