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Sr. García .
La montaña mágica

La montaña mágica

Cruce de vías ·

Cada cual mata el tiempo con sus obsesiones particulares y cuando se cansa abandona el juego

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Sábado, 30 de marzo 2019, 01:27

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Está leyendo 'La montaña mágica' desde hace años. El libro descansa sobre la mesilla de noche y cada día lee algún párrafo. A lo largo de su vida ha leído muchos libros, pero este permanece como telón de fondo, igual que si ella fuera uno de los personajes de la novela y estuviera ingresada en un sanatorio apartado de la ciudad, del mundo, del tiempo. Me cuesta creer que todavía no haya acabado el libro, como ella afirma, más bien sospecho que lo ha leído varias veces y en cada lectura descubre algo nuevo que le induce a pensar que no lo había leído antes. A mí también me sucede lo mismo con los libros y las películas, incluso me está comenzando a pasar con las ciudades. Pienso en una ciudad concreta y no tengo claro si la conozco o he pensado tanto en ella, la he visto en tantos reportajes y la he imaginado en tantas ocasiones, que no sabría decir si realmente he paseado por sus calles o me he dejado llevar por la ilusión.

Cada vez que ella y yo nos encontramos, me habla del tema que se está discutiendo en el sanatorio de tuberculosos que se encuentra en la alta montaña. Un lugar sin tiempo, dice. No hay primavera como la que ahora transcurre en nuestra ciudad, añade, no hay estaciones. El invierno viene cuando se va, siempre está presente. ¿Me entiendes? No hay que esperarlo porque permanece de forma perenne. Le respondo que es triste pasar todas las horas del día en un lugar tan frío y desolado, rodeado de enfermos que aguardan la muerte. Si nos ponemos así, me responde, lo que hacen ellos es lo mismo que hacemos todos los mortales. Cada cual mata el tiempo con sus obsesiones particulares y cuando se cansa abandona el juego. Sonrío sin ganas. Le digo que Thomas Mann es demasiado triste. Ella asiente con la cabeza y afirma que por eso lo lee sólo un poco cada día, para no sufrir del todo.

Yo también vivo en la montaña mágica. Unos días hablo con ella, otros días dialogo con los pájaros y las nubes. Oigo las voces de fuera, las escucho. Muy de vez en cuando, me arriesgo a bajar a la ciudad y me confundo con los pacientes que salen de los sanatorios para después regresar. Nos confundimos entre la muchedumbre y pasamos inadvertidos. Cada cual afronta la existencia a su manera. Unos se parecen más a un modelo determinado que otros. Nadie es igual, ninguno es distinto. Los enfermos se reúnen por afinidades, los que piensan diferente han de andar con cuidado. La ciudad es una colmena con sus celdas de castigo. Lo mejor es vivir al margen y ver las cosas desde fuera como los personajes de la montaña mágica. Como si ya estuviera todo resuelto y nos dedicáramos a contemplar la vida de los que todavía luchan por subsistir. Los que están abajo con el becerro de oro sin obedecer las tablas de ninguna ley. Los que se creen eternos.

Ella me mira como si estuviera loco. Sonríe con complicidad. Se pone la bata blanca y me toca la frente. No tienes fiebre, dice, es tu temperatura habitual. Lo bueno de vivir aquí, respondo, es que después del invierno llega la primavera. Mejor engañarse con el cambio de estaciones que permanecer detenido en la misma estación. Observo la portada del libro y la invito a salir a pasear. Nos abrigamos porque fuera hace frío. Fuera siempre hace frío. Nos cruzamos con desconocidos que nos saludan y les correspondemos con la misma atención. A medida que nos alejamos la gente deja de saludarnos, nadie dice nada. Sin embargo, ya no hay silencio, sólo ruido. Nadie habla con nadie, pero el sonido es ensordecedor. Ella se para de repente y hace ademán de volver a casa. Echo de menos la montaña mágica, dice.

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