Microrrelatos SUR IV Premio Pablo Aranda: textos del 15 de julio
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Lunes, 15 de julio 2024, 00:09
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Antonio Amaya Corchero
Camisa vieja
Esta mañana de junio quiso darse un antojo, comprando una camiseta nueva para estrenarla en la mágica noche de San Juan y celebrar así la ... entrada del bisoño verano. Curiosea los escaparates de tiendas que se tropieza en su camino, pero solo halla modelos de última moda, nada original que le convenza. Desesperado pregunta a una dependienta por una prenda estampada con un mensaje que tenga sentido común. La vendedora, sorprendida por tal demanda, no puede reprimir una sonora carcajada y luego contesta: –Perdone mi risa, pero se equivocó de local y de tiempos, éso que pretende ya no existe, quizás debería rebuscar entre las perchas de ropa vintage de algún anticuario, y sí agarra una, traiga otra para mí.
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William Edwin Martin | Vásquez Castro
Encuentro a muerte
¡Con qué cara se iba a presentar al velorio y entierro de su esposo! Pero de incógnita si estuvo presente en el velorio y en el entierro (que se llevó al mismo tiempo al otro lado de la ciudad) de su amante por el cual estaba loca por divorciarse de su esposo que sospechaba que ella tenía un amante y no tardaría en cerciorarse de ello.
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Federico Guerrero Ruiz
Sombra
Altas torres vinieron a esta ciudad a vivir. Cuántas cosas prometieron para al final solo dar sombra.
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Joaquín José Santos López
La escombrera
Mientras corría desesperado buscando refugio junto a mí estalló una bomba, mi cuerpo salió despedido hacia las ruinas de los edificios asolados tras meses de guerra. Aturdido pude levantar la cabeza, con mi mano aparté la sangre que cubría mi rostro mientras un fuerte dolor me hizo dirigir la mirada al pie, pero éste ya no formaba parte de mí, quedaban sólo unos restos orgánicos. Grité con pavor y dolor, no podía moverme, un cuerpo yacía sobre mi pierna, aquella mujer estaba muerta junto a su bebé. Sin ayuda, sin fuerzas tras semanas de hambruna, era mi final en aquella escombrera de lo que otrora fuera una gran ciudad, or un instante mi mente voló, imaginé la paz, me imaginé viendo a ese bebé crecer y hacerse adulto, pero nada de esto ocurrirá, mi sueño aumenta, ya no podría despertar de él.
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José Enrique Galindo Nebro
Toda una vida
Juan estaba sentado en su butaca. tenía 76 años. Y dos hijos. Desde hacia varios años, vivía solo; era un divorciado más. Con una pensión para ir tirando. Su día a día era rutinario y extramadamente solitario.
Al levantarse temprano, ponía la radio. Café con leche y galletas. Después quehaceres cotidianos (barrer, limpiar, fregar, hacer la comida...), que entre unas cosas y otras se llevaban parte del tiempo de cada día.
También información vía internet por la tarde, pero siempre tenía la compañía de una amiga inseparable. Ella estaba a su dispoción las 24 horas, sin pedirle nada, honrada y fiel.
Desde que la conoció, pura intimidad surgió, su nombre (Soledad) le suena a refugio, a no decaer en su lucha, de mantener los cinco sentidos, aunque algunos empiecen a fallar. Y sus charlas son casi siempre las mismas: «Toda una vida luchando, para llegar a ningún sitio».
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Mónica Prieto Martínez
Un gesto de piedad
El sudor había convertido su camiseta de marca en un trapo empapado y maloliente. Los mechones rubios pegados a esa cara de niño eterno hacían irreconocible el corte de pelo de cien euros. Las bermudas, del color de la bandera, mostraba marcas oscuras donde las zapatillas de ella habían hecho blanco. Cuatro surcos rojos, en los que la sangre comenzaba a coagular, decoraban el trabajado bíceps izquierdo. Detrás de la arboleda empezaba a crecer un rumor de voces lejanas, la estaban buscando. Cuando los pulgares dejaron de apretar el cuello delgado y moreno, la cabeza de la niña cayó hacia atrás con los ojos abiertos. Se los cerró con una especie de ternura, siempre fue un buen cristiano.
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Kevin Alexis Sandoval Olvera
Bostonianos
Última parada. Aquel día había llevado al trabajo unos preciosos bostonianos de piel auténtica, nuevos. Tan pronto bajó del autobús, su reluciente par, de tienda departamental, se vio sumergido entre las aguas negras de toda la manzana. Era la
tercera vez que sucedía lo mismo en lo que iba de año, pero en esta ocasión fue aún peor: el nivel del agua superaba ampliamente sus rodillas.
Cuando llegó a casa supo que no había remedio. Calcetines, pantalones y zapatos unas horas antes impolutos, terminaron en la basura. Debía darse por enterado, simplemente las cosas bellas no eran para él.
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María José Rodríguez Acosta
Manos de madre
Hoy me huelen las manos a vinagre, como a ti. Como el olor de la caricia del día hacías los boquerones. Hoy me han salido blancos y duros. Y he hecho como me decías, y como me ha dicho Inma, que llevaba 99 cajas de sardinas y 10 cajas de boquerones preparadas y sigue trabajando, se ha comido una palmera porque le ha entrao un tembleque, sería una bajada de azúcar. No me gustaba el olor del vinagre y el ajo de tus manos, pero me gustaba tanto que me cogieras de la barbilla y me miraras a los ojos, te callaras, aunque ahora más que nunca sé lo que me querías decir, y me dieras un beso. Hoy mis manos huelen a vinagre y los boquerones están duros y blancos, y echo de menos tus manos oliendo a hogar, a trabajo, a buscar un rato para hacer la comida.
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Mª Aranzazu Sumalla Benito
Agua
Mi madre nunca había visto el mar. Por eso, cuando la llevamos hasta la orilla de la playa de San Cristóbal en aquel día gris, triste y tan moribundo como ella, sentíamos una absurda alegría. La excursión había supuesto una batalla: la directora de la residencia, el oxígeno a cuestas, la silla de ruedas a rastras. Pero allí
estábamos. En una playa desconocida. Frente a un mar ajeno. Mientras nosotros mirábamos nuestros pies plantados firmemente en la arena,
estatuas cohibidas y asustadas todavía frente a la muerte, ella clavó sus ojos verdes en las olas sin pestañear.
Luego, volviéndose hacia nosotros con una mueca que quizás podríamos llamar sonrisa, murmuró 'agua'. Mi hermano hizo un amago de ir a sacar de la mochila el botellín de agua. Después, detuvo el brazo en el aire y asintió. Mi madre volvió de nuevo la vista al mar. Había sido su última palabra.
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Ana María Vázquez Vázquez
Tormenta vital
Le dijo que su tiempo era su único lujo y se marchó.
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Antonio Manuel Esteo Ceballos
Ese olor a café
Esperaba la inspiración con un folio en blanco sobre la mesa de la cocina, el pijama puesto, un lápiz de punta roma entre los dedos, sentado en un taburete. No era el mejor sitio para esperarla. Estaba amaneciendo, el café humeaba en la taza y el silencio de la noche aún no se había roto. Suelo madrugar. Había dormido bien y no había ningún impedimento para que se me ocurriera una trama, un complot o una idea que pudiera ser el comienzo de un buen relato. Me dedico a eso, a escribir. No me precipité, las prisas no son buenas, y así, acariciando mi barba incipiente y rascando mi calva consolidada, me fui bebiendo el café y dándole pellizcos a un bizcocho trasnochado. Al final me decidí por unas palabras que podrían ser el inicio de un tema, y así escribí: «El olor del café despertó mis instintos…»
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