Muñoz Rojas, el poeta que hincó sus libros en la tierra
Muñoz Rojas, para quien cada cambio de estación suponía un acontecimiento, reivindicó la sencillez de la vida en el campo durante los casi cien años que vivió, un siglo que lo acostumbró a la pérdida y la nostalgia
José Antonio Muñoz Rojas estaba convencido de que cada árbol tiene su propia manera de madurar, como los animales y las personas: tímidos, airosos, intrépidos ... o torpes. «¿No habéis visto florecer una encina? No habéis visto nada de un temblor y una nobleza semejantes». Escribió sobre la sabiduría de los viejos agricultores y el vuelo de los pájaros, sobre la secreta producción de ramas en los árboles y el sonido del pienso cayendo en los comederos. Estaba recién casado e instalado en la Casería del Conde, la finca de su familia en Antequera, cuando su hermano le regaló un libro encuadernado en piel con hojas de papel del siglo XVII. Eran los años cuarenta y el país sufría los peores latigazos de la dictadura, que había silenciado a muchos de los poetas más brillantes bajo una nube de polvo y venganza. El autor malagueño, que siempre osciló entre el clasicismo y la modernidad, comenzó a tejer un diario íntimo en plena comunión con la tierra. Así, sobre aquellas valiosas páginas en blanco, nació 'Las cosas del campo', su mejor obra, un conjunto de textos en prosa poética que reivindican la sencillez de la vida en medio de la naturaleza y rescatan palabras y oficios en peligro de extinción.
«Yo me estremezco andando estas realengas, cruzando estas lindes, asomándome a estas herrizas. Me siento extrañamente eterno», apunta para recordar que en el campo el tiempo tiene otra medida. No importa tanto el reloj como la claridad de la que disponga el día, la posición de las nubes o la dirección del viento. Cada cambio de estación supone un acontecimiento. Por eso inició la escritura del libro en marzo de 1946 y la concluyó en mayo del año siguiente, como si completara un ciclo agrícola. El manuscrito permaneció escondido hasta la década de los cincuenta, cuando varios amigos como los poetas Bernabé Fernández-Canivell y Alfonso Canales le pidieron un ejemplar inédito para la colección Arroyo de los Ángeles. Muñoz Rojas nunca había mostrado interés en publicar sus poemas en prosa, pero cedió a la insistencia de sus colegas. Se imprimieron unos doscientos libros con ilustraciones de Martita Wiessing Oropesa, una joven holandesa que estaba de paso por la finca. Casi todos acabaron vendidos a precio de saldo.
La editorial Destino rescató 'Las cosas del campo' en 1975, una segunda vida que el escritor antequerano recibió con sorpresa y nostalgia, como destacó en el prólogo, llamando la atención sobre la progresiva desaparición de las labores rurales: «Algunas de estas cosas ya no existen. No quedan bielgos, ni barcina, ni ninguno de aquellos instrumentos de verano que hacían vivas las eras. Apenas si sus nombres se conocen. El campo se ha quedado más solo, pero advierte con su descansado silencio de que sólo volviendo a él encontrarán los hombres lo mejor de ellos mismos». Consolidada ya como uno de los referentes de la poesía española del siglo XX, la obra fue reflotada una vez más en 1999, en aquella ocasión por la editorial Pre-Textos. Mucho antes, Dámaso Alonso le había confesado por carta a Muñoz Rojas: «Has escrito, sencillamente, el libro de prosa más bello y emocionado que yo he leído desde que soy hombre, es decir, desde que leí 'Platero y yo'».
Nacido en Antequera en octubre de 1909, el autor de 'Las musarañas' murió pocos días antes de cumplir cien años. Estudió entre Málaga y Madrid, donde se matriculó en Derecho. La lectura de los poemas de Machado, de quien es considerado heredero literario, sacudió sus cimientos en los años veinte. Publicó con precocidad su primer libro, 'Versos de retorno', en los talleres de la mítica imprenta Sur, de la que salió la revista Litoral. Fue entonces cuando entabló relación con Emilio Prados y Manuel Altolaguirre. Encajado en la generación del 36, junto a autores como Leopoldo Panero y Luis Rosales, se trasladó a Cambridge para investigar la relación entre la poesía metafísica inglesa y el Siglo de Oro español. Conoció a Unamuno y Eliot; antes había mantenido contacto con Miguel Hernández y García Lorca. Finalizada la Guerra Civil, se casó con María Lourdes Bayo, con quien tuvo siete hijos de los que perdió a dos, un dolor, el de la pérdida, que ya había experimentado con el fallecimiento de su madre cuando era niño. Su longevidad, el siglo que permaneció vivo, lo dejó prácticamente sin amigos, con alguna excepción como la de Manuel Alcántara, que en el artículo que escribió en SUR tras su muerte recordó: «Yo debí morirme cuando se murieron mis amigos, me decía».
Trabajó durante más de treinta años en el Banco Urquijo, en Madrid, donde desarrolló una importante labor de mecenazgo cultural, todo un ejemplo de humanismo en la España gris de aquella época. Pertenecía a una familia acomodada y nunca tuvo problemas económicos, aunque empatizó con la pobreza de la que fue testigo en el campo. Con el cambio de siglo recibió premios como el Nacional de Poesía o el Reina Sofía. En 2009, cuando el mundo se había vuelto «menos entretenido, menos intenso», dejó de respirar, a punto para evitar en vida los homenajes de su centenario, manteniendo su característica discreción hasta la tumba.
José Antonio Muñoz Rojas
XV (de ‘Ardiente Jinete’)
Amor, es necesario desear algo,
aunque sea la lluvia o la escarcha;
lo que no puede ser
es permanecer ante las montañas
sin dirigirles palabras cariñosas,
ver los ríos viajar continuamente
sin desearles buen viaje.
Hay que ser complaciente con todas las cosas,
las que existen y las que no existen.
No olvidar cuando salgamos
que no sabemos cuándo será el retorno,
y que puede presentarse la ocasión
de convidar a migajas de pan a los gorriones,
a pan y sal a los borregos,
que podemos ir a parar a la Arabia,
donde los camellos se mueren de sed,
y les salvaríamos la vida
si con la cartera y el portamonedas
hubiéramos puesto en nuestro bolsillo
un vaso,
que el agua ya se encargarán los cielos
de que no falte.
La dicha, ¿qué es la dicha?
La dicha, ¿qué es la dicha? (La palabra
no me hace feliz, dicho de paso). Yo diría
que es sencillamente ir contigo de la mano,
detenerse un momento porque un olor nos llama,
una luz nos recorre, algo que nos calienta
por dentro, que nos hace pensar que no es la vida,
la que nos lleva, sino que nosotros somos
la vida, que vivir es eso, sencillamente eso.
Nada tienes que ver con la poesía
Nada tienes que ver con la poesía.
Una cosa es poesía y otra rosa,
aunque al nombrar los pétalos, las gentes
piensen que los poetas no andan lejos.
Mas no es verdad y sí que tras los pétalos
andan los muladares, los canteros,
los hortelanos, las fecundaciones,
tus manos indudablemente bellas,
que los recogen un momento, dudan,
y los entregan a las aguas mansas.
Sólo eso: pisar, sentir la tierra
Sólo eso: pisar, sentir la tierra
por la mañana con la fresca; que el rastrojo
cruja bajo tus pies cuando lo andas;
que tu perro te busque la caricia,
y el belfo de tu potro el verde tierno.
En la penumbra de la estancia luego,
quedarse quieto sin pensar, sintiendo
sólo el pasar del tiempo sin sentirlo.
La tarde, ya la promesa del jazmín cumplida,
no perderse un instante de su gozo.
Y en el corazón Rosa latiendo.
No fuera esto lo sumo. O demasiado.
8 (de ‘De entre otros olvidos')
Alguien me ha hablado
de una isla desierta y yo le he dicho:
¿pero existe una isla desierta?
Claro que en el mundo existen
muchas islas desiertas, es decir,
espacios rodeados de almas
por todas partes que son las aguas,
aunque desierto e isla son términos
imposibles, sobre todo si se piensa
que el amor no tiene refugio
más que en lo hondo de cada uno,
que es lo que le dije cuando me dijo
aquello de la isla desierta.
Y es sabido que cada uno
lleva dentro su isla desierta
y cuando llegas a verla, no está,
y te encuentras que la llevas contigo
donde vayas, esa isla desierta
que somos cada uno de nosotros,
rodeada de nosotros por todas partes,
de manera que no hay manera de llegar.
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