Francisca Aguirre: el dolor sin moralina
Poesía al SUR ·
Ejecutaron a su padre por garrote vil y la vida se convirtió en «un embudo por el que huyó el futuro». Con más de ochenta años, después de haber sido excluida de las antologías de su generación, marcada por la guerra y el exilio, comenzaron a lloverle los premiosCuando llamó la ministra en 2011, Francisca Aguirre pensó que era una broma. Tenía más de ochenta años y le habían concedido el Premio ... Nacional de Poesía. A ella, que había sido excluida de las antologías de su generación, reducida a su condición de pareja del escritor y flamencólogo Félix Grande, siempre relegada a un segundo plano contra el que nunca se rebeló por una discreción inherente a su timidez. Pertenecía a un grupo de mujeres silenciadas durante décadas por partida doble, azotadas por la guerra y el exilio, castigadas por encontrar una voz propia lejos de los discursos oficiales: «Aquellas niñas en hilera / que cantaban para espantar el hambre / son éstas que escriben hoy poemas». Su infancia pronto se convirtió en un enorme agujero, «un socavón que se tragó la vida, / un embudo por el que huyó el futuro». Aquel día, cuando recibió la inesperada llamada de Ángeles González-Sinde, sonrió irónica; la poesía, ese «paño de lágrimas» que la había acompañado desde pequeña, le reconocía por fin un lugar hasta entonces arrebatado.
El asesinato de su padre, el pintor republicano Lorenzo Aguirre, que sufrió una de las últimas ejecuciones por garrote vil de la dictadura franquista, oscureció el mundo de Paca, como la conocía su círculo más cercano: «Nos quedamos en esa zona de vacío / que va de la vida a la muerte». La miseria se instaló en casa, pero ni la pena ni la pobreza cortaron el hilo de amor y educación que mantuvo unida a la familia, alejando el rencor, sin odio pero con la memoria clara como un día de primavera. El día de Reyes de 1944, cuando tenía catorce años, su madre y sus tíos les regalaron a ella y a sus dos hermanas tres novelas que habían comprado en el Rastro en un esfuerzo que a duras penas podían permitirse: 'La cuesta encantada', 'Nómadas del norte' y 'El último mohicano'. «Dios sabe cuántas veces habré leído esos libros», reconoció mucho tiempo después.
Con quince años ya trabajaba como telefonista. Su adolescencia se evaporó: «Señor, qué vida la de algunos, tan escasa, / tan reducida a una maceta, a un costurero, / tan dada la vuelta / como aquellas americanas / que mi abuela cosía». Leyó la obra de Miguel Hernández, alicantino como ella, y descubrió que la poesía podía ser precisa, digna, justa, un destino para su compromiso social. También Antonio Machado, con quien se sintió identificada, zarandeó sus cimientos. La vocación había despertado, pero Aguirre no publicó su primer libro hasta pasados los cuarenta años. Lo hizo con 'Ítaca', donde dio voz a las mujeres de la posguerra y revisó el mito de Ulises para otorgar el protagonismo a Penélope: «Sentada ante su bastidor, ella fue dueña / del lentamente desastroso imperio de los días». España ya descorchaba la década de los setenta y muchos de sus colegas de generación, como Ángel González, Gil de Biedma y Claudio Rodríguez, eran poetas consolidados, algo que dejó descolgada a Aguirre, en territorio de nadie, sin grupo bajo el que cobijarse, una independencia fortuita de la que acabó haciendo bandera.
Pan, tomate y vino
Antes había frecuentado las tertulias del Ateneo de Madrid. En la capital vivió desde los diez años, tras el breve exilio de la familia en Francia. Entabló amistad con autores como Gerardo Diego, Miguel Delibes, Julio Cortázar y Luis Rosales, de quien fue secretaria en el Instituto de Cultura Hispánica hasta su jubilación en los años noventa. Casada con Félix Grande desde 1963, convirtió su casa en refugio para expatriados y escritores noveles, para quienes siempre tenía la mesa dispuesta con pan, tomate y vino. Grande también era poeta. Más de medio siglo después del asesinato de Lorenzo Aguirre, a quien no llegó a conocer, escribió: «Vengo a pedirle a usted la mano de su hija». En ese estremecedor poema, donde se dirige al suegro ejecutado, relata cómo Aguirre se arrodilló aterrada ante la hija de Franco para pedir una clemencia que nunca fue concedida: «¿A cuento de qué lo mataron a usted, a tres años / de acabada la guerra? ¿Qué ganaron con ese crimen?».
Aquel episodio marcó a la poeta, que volcó el desasosiego abierto por la tragedia familiar en 'Los trescientos escalones', título que rinde homenaje a uno de los cuadros de su padre: «Papá, perdimos tantas cosas / además de la infancia y los trescientos escalones que tú pintaste / nunca he sabido si para decirnos que había que subirlos o bajarlos». Luego construyó una obra poderosa centrada en la crítica social descalzada de moralina, una poesía que baja de los pedestales para reparar en lo cotidiano y denunciar la desigualdad: «Porque, sin duda, tener no es lo nuestro, / y sí soñar desesperadamente / que todo lo tenemos al borde de la mano». Sin ira, con piedad incluso hacia los verdugos de su padre, «porque ya es una desgracia nacer así de malo», Aguirre fue ganándose el respeto de la crítica con títulos como 'Ensayo general', 'La memoria absurda' e 'Historia de una anatomía'. Murió hace ahora seis meses. Nada le hizo olvidar el dolor inicial «salvo algunas horas de amor / en que Félix y yo éramos dos huérfanos / y el rostro milagroso de mi hija». Supo que lo único importante, como escribió Machado, es la vida.
FRANCISCA AGUIRRE
Frontera (fragmento)
Yo, que llegué a la vida demasiado pronto,
que fui -que soy- la que se anticipó,
la que acudió a la cita antes de tiempo
y tuvo que esperar en la consigna
viendo pasar el equipaje de la vida
desde el banco neutral de la deshora.
Yo, que nací en el treinta, cuando es cierto
-como todos sabéis- que nunca debí hacerlo,
que hubiera yo debido meditarlo antes,
tener un poco de paciencia y tino
y no ingresar en este tiempo loco
que cobra su alquiler en monedas de espanto.
El último mohicano (fragmento)
No tuve nada, y sin embargo, de algún modo,
comprendo que lo tuve todo.
No teníamos nada, nada
salvo el miedo, el dolor,
el estupor que produce la muerte.
Cuando mataron a mi padre
nos quedamos en esa zona de vacío
que va de la vida a la muerte,
dentro de esa burbuja última que lanzan los ahogados,
como si todo el aire del mundo se hubiese agotado de pronto.
Ahí nos quedamos,
como peces en una pecera sin agua,
como los atónitos visitantes de un planeta vacío.
(...)
Mamá nos trajo El último mohicano
y de la mano de ese indio solitario
entramos en el mundo de lo maravilloso
y lo tuvimos todo para siempre.
Y ya nadie podrá quitárnoslo.
Propietarios
Porque no poseemos nada,
ni siquiera la vaga sombra de futuro
que a nuestra infancia responsable pervertía.
Porque no somos dueños de nada,
ni aun del propio dolor
que con asombro hemos mirado tantas veces.
Porque, sin duda, tener no es lo nuestro,
y sí soñar desesperadamente
que todo lo tenemos al borde de la mano,
de esta tozuda mano que nos nombra
con más rigor que un apellido.
Dueños de desearlo todo: qué tristeza.
Dueños del miedo, el polvo, el humo, el viento.
Hace tiempo (fragmento)
Sé que una vez, cuando era niña,
el mundo fue una tumba, un enorme agujero,
un socavón que se tragó la vida,
un embudo por el que huyó el futuro.
Es verdad, fue hace tiempo, cuando todo empezaba,
cuando el mundo tenía la dimensión de un hombre,
y yo estaba segura de que un día mi padre volvería
y mientras él cantaba ante su caballete
se quedarían quietos los barcos en el puerto
y la luna saldría con su cara de nata.
Pero no volvió nunca.
Sólo quedan sus cuadros,
sus paisajes, sus barcas,
la luz mediterránea que había en sus pinceles
y una niña que espera en un muelle lejano
y una mujer que sabe que los muertos no mueren.
Telar (fragmento)
Déjale a tu tristeza
el sitio que le corresponde,
pero no le permitas que se arrogue
carácter de moral.
Francisca Aguirre, acompáñate.
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