Ángel González: la poesía como resistencia
Poesía al SUR ·
Rebelado contra quienes «se aman / de dos en dos / para / odiar de mil / en mil», el autor de 'Sin esperanza, con convencimiento' levantó una obra comprometida pero irónica, lastrada por una infancia heridaHabría preferido ser cantautor de boleros, pero Ángel González eligió la poesía «para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero acto de vivir». ... Había cultivado el silencio, el lamento entre dientes, acostumbrado demasiado pronto a encajar golpes durísimos. Huérfano de padre desde la cuna, volvió a verle los colmillos a la muerte con once años, en 1936, cuando su hermano Manolo fue ejecutado por el ejército franquista: «Yo no tengo la culpa / de haber bebido / desde joven tanta sed de sangre». Terminó de aprender que su familia pertenecía al bando derrotado cuando su hermana Maruja no pudo ejercer como maestra por la afiliación republicana y su otro hermano, Pedro, tuvo que exiliarse también por causas ideológicas. En 'Palabra sobre palabra', su poesía reunida, González reconoce haberse adiestrado desde pequeño «en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas».
El diagnóstico de una tuberculosis pulmonar grave, al cumplir la mayoría de edad, cuando iba a comenzar Derecho, lo mantuvo tres años postrado a la cama, una recuperación lenta de la que se abstraía leyendo a Alberti, Lorca, Neruda y, sobre todo, Juan Ramón Jiménez. La literatura se convirtió entonces en un modo de resistencia, una forma de vencer a la muerte, pero también en un salvoconducto para el dolor y la rabia, tamizados casi siempre por la ironía. Porque el poeta asturiano huyó de grandilocuencias, de la poesía afectada, para construir una obra mordaz y directa: «Nada es lo mismo, nada / permanece. / Menos / la Historia y las morcillas de mi tierra: / se hacen las dos con sangre, se repiten».
En Barcelona conoció a algunos de sus coetáneos, como Gil de Biedma, Goytisolo o Caballero Bonald. El vigésimo aniversario de la muerte de Antonio Machado en Collioure estrechó su unión, al modo en que el 27 se fraguó en torno a Góngora, aunque no fue el único vínculo que compartieron los poetas del 50. «Es verdad que fuimos una generación bastante alcohólica», confesaría años después. Ya había publicado 'Áspero mundo', con atinadas dosis de crítica social: «Todos ustedes parecen felices / y sonríen, a veces, cuando hablan. / Y se dicen, incluso, / palabras / de amor. Pero / se aman / de dos en dos / para / odiar de mil / en mil». Escribió algunos de sus poemas más brillantes en 'Sin esperanza, con convencimiento', donde se afianza como cantor de pérdidas, un autor que abre resquicios de subversión en plena dictadura: «Porque ninguna patria / es ni será jamás la tuya, / porque en ningún país / puede arraigar tu corazón deshabitado».
En 'Tratado de urbanismo' aparece el González más divertido, desacralizador hasta el punto de recomendar «los contrafuertes exteriores / de las viejas iglesias» como uno de los lugares propicios al sexo. La muerte de su madre, en 1969, sume al poeta en una tristeza honda y lo deja sin motivos importantes para continuar en España. En 'El derrotado' había vaticinado: «Nunca —y es tan sencillo— / podrás abrir una cancela / y decir, nada más: buen día, / madre. / Aunque efectivamente el día sea bueno, / haya trigo en las eras / y los árboles / extiendan hacia ti sus fatigadas / ramas, ofreciéndote / frutos o sombra para que descanses». Meses después aprovecha una invitación de la Universidad de Nuevo México para instalarse en América, primero en Estados Unidos y luego en Alburquerque tras un breve paso por Cuba.
Reconocimientos
En 1979 conoció a Susana Rivera, con quien se casaría catorce años después: «Entré en tu cuerpo lleno de esperanza / para admirar tanto prodigio desde / el claro mirador de tus pupilas. / Y fuiste tú la que acabaste viendo / el fracaso del mundo con las mías». Los años ochenta, ya sin la caspa del régimen, inauguran una cascada de reconocimientos como los premios Príncipe de Asturias y Reina Sofía de Poesía Iberoamericana o el sillón P de la Real Academia Española. González se convirtió poco después en un icono de la cultura popular, reivindicado por músicos como Pedro Guerra o Sabina y autores como Almudena Grandes, Benjamín Prado o Luis García Montero, que escribió la biografía póstuma 'Mañana no será lo que Dios quiera', antes de enzarzarse en un duro cruce de acusaciones públicas con Rivera por el legado del poeta.
Sus debilitados pulmones aguantaron hasta 2008, cuando una insuficiencia respiratoria calló una de las voces más irónicas y rotundas de la poesía española. Tenía 82 años y aún le quedaba una carta que sacarse de la manga: había dejado escrito 'Nada grave', publicado tras su muerte. Sus últimos poemas revelan una profunda crisis a la que hace frente, probablemente por pudor, con sarcasmo: «Dicen que el agua pasada / no mueve molino. / Pero el río de la vida / que pasó / sigue moliéndome vivo». Por ese río sigue corriendo el agua, brava algunas veces, mansa y acogedora otras, de una obra lúcida y próxima, construida con honestidad, aunque alguna vez le preguntaran cuándo supo que era poeta y respondiera, burlón: «Cuando me lo dijeron».
ÁNGEL GONZÁLEZ
Para que yo me llame Ángel González
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo el mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento...
A veces
Escribir un poema se parece a un orgasmo:
mancha la tinta tanto como el semen,
empreña también más en ocasiones.
Tardes hay, sin embargo,
en las que manoseo las palabras,
muerdo sus senos y sus piernas ágiles,
les levanto las faldas con mis dedos,
las miro desde abajo,
les hago lo de siempre
y, pese a todo, ved:
¡No pasa nada!
Lo expresaba muy bien César Vallejo:
«Lo digo y no me corro».
Pero él disimulaba.
Nada es lo mismo (fragmento)
¿A qué llorar por el caído
fruto,
por el fracaso
de ese deseo hondo,
compacto como un grano de simiente?
No es bueno repetir lo que está dicho.
Después de haber hablado,
de haber vertido lágrimas,
silencio y sonreíd:
Nada es lo mismo.
Habrá palabras nuevas para la nueva historia
y es preciso encontrarlas antes de que sea tarde.
Caída
Y me vuelvo a caer desde mí mismo
al vacío,
a la nada.
¡Qué pirueta!
¿Desciendo o vuelo?
No lo sé.
Recibo
el golpe de rigor, y me incorporo.
Me toco para ver si hubo gran daño,
mas no me encuentro.
Mi cuerpo, ¿dónde está?
Me duele sólo el alma.
Nada grave.
Otro tiempo vendrá distinto a éste.
Otro tiempo vendrá distinto a éste.
Y alguien dirá:
«Hablaste mal. Debiste haber contado
otras historias:
violines estirándose indolentes
en una noche densa de perfumes,
bellas palabras calificativas
para expresar amor ilimitado,
amor al fin sobre las cosas
todas».
Pero hoy,
cuando es la luz del alba
como la espuma sucia
de un día anticipadamente inútil,
estoy aquí,
insomne, fatigado, velando
mis armas derrotadas,
y canto
todo lo que perdí: por lo que muero.
Epílogo
Me arrepiento de tanta inútil queja,
de tanta
tentación improcedente.
Son las reglas del juego inapelables
y justifican toda, cualquier pérdida.
Ahora
sólo lo inesperado o lo imposible
podría hacerme llorar:
una resurrección, ninguna muerte.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión