La japonesa
Cruce de vías ·
No sé cómo explicarlo, pero la eché de menos sin haberla conocidoL a veía todos los días que yo pasaba por delante de la parada de autobús. Allí estaba ella, desde la mañana hasta la noche. ... Una mujer atractiva que daba siempre la impresión de haberse arreglado para acudir a una cita importante. Tenía rasgos orientales y hasta la semana pasada no supe si hablaba español. Daba igual, porque nunca la había visto conversar con nadie. Apenas se alejaba unos pocos metros de la parada y enseguida regresaba, como si en cualquier instante pudiera pasar de largo su única posibilidad y perderla. Permanecía casi todo el rato de pie, aunque de vez en cuando se sentaba en el banco, como si bajo esa cornisa de la parada de autobús estuviera el porche de su casa. El pasado miércoles me senté a su lado, me puse a leer el periódico y también esperé sin decir nada, hasta que al cabo de un rato le pregunté la hora. «Las doce y cuarto», respondió. Le di las gracias y volví caminando a casa, cabizbajo, como si alguien me hubiera dado plantón. Me quedé con las ganas de preguntarle de dónde era y por qué pasaba todo el tiempo esperando sin subir a ningún autobús.
Al día siguiente, me levanté temprano y acudí a la parada. Ella estaba de pie, junto a una larga cola de gente que aguardaba el autobús para ir al trabajo. Me senté en la terraza del bar que hay justo enfrente y pedí un café. Se me ocurrió preguntarle al camarero si sabía algo de la mujer que pasaba el día en la parada de enfrente. «¡Ah!, se refiere a la japonesa», dijo. Me contó que solía almorzar en la misma mesa que yo estaba sentado, sin perder de vista el tránsito de pasajeros que subían y bajaban de los autobuses. El camarero siguió contando que una vez le preguntó qué hacía allí tantas horas y ella respondió que esperaba a un desconocido. Luego confesó que se había enamorado de él una mañana que coincidieron en esa parada. La Japonesa estaba segura de que ambos sintieron lo mismo pero ninguno de los dos se atrevió a decir nada. Desde entonces, lo espera. «Lleva muchos años esperando, demasiados», dijo mirando la acera de enfrente. Pagué el café y regresé a casa sin hablar con ella. Quizás otro día lo hiciera, aunque sólo fuera para entretenerle un poco la larga espera.
El pasado fin de semana fui a visitar una ciudad que no conocía. Al pasar por las paradas de autobús, miraba de soslayo y echaba de menos la presencia de la Japonesa. Pensé que ella únicamente esperaba que alguien se acercara y le diera conversación, que se sentía sola, que la historia del desconocido era una simple mentira para llamar la atención, y que en realidad cualquier otra persona podría suplantarlo. En ese momento tomé la decisión de invitarla a almorzar cuando volviera del viaje. Me propuse llevarla lejos de la parada y apartarla de esa espera constante, esa soledad, esa rutina que poco a poco iba consumiendo su vida. Así que nada más volver del viaje acudí a verla con el propósito de convencerla para que viniera conmigo, pero había nadie. Los autobuses pasaban de largo o se detenían para que bajara algún pasajero. De pronto, noté algo similar a lo que ella probablemente sintió durante todos los años que estuvo esperando. No sé cómo explicarlo, pero la eché de menos sin haberla conocido. Le pregunté al camarero del bar de enfrente sí sabía algo de la Japonesa y se quedó pasmado al descubrir que había desaparecido. Estaba tan habituado a tenerla presente que no se había dado cuenta de su ausencia. «A lo mejor, el desconocido ha vuelto», dijo. Yo asentí con tristeza, como si hubiera perdido la ilusión por algo misterioso que no sabía muy bien lo que era.
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