Divina y el dolor
Cruce de vías ·
Supongo que las heridas desaparecen con nosotros. No lo sé, hay demasiadas incógnitas que no consigo despejar y eso me preocupa cada día másTengo la piel delicada y tendencia a cicatrizar mal. Me deja señal una simple rozadura. No sé si esto afecta también a los sentimientos, creo ... que sí. No me quejo cuando sufro una herida. Me pasa desde pequeño. No lloraba, asumía el daño en silencio como algo intransferible. Ya entonces era consciente de que mi conducta no era habitual, sólo tenía que observar al resto de compañeros. Ellos no soportaban el más mínimo roce. Yo no era masoquista, pero tenía claro que las quejas y alaridos no servían para nada, no aplacaban el dolor, al contrario, lo contagiaban a los demás. Me detengo a mirar las cicatrices que he ido acumulando a lo largo de los años. Cada una de ellas marca una época. Ahora incluso resultan interesantes, aunque en momentos determinados me lo hicieran pasar mal.
Recuerdo las heridas de la niñez. Antes de la infancia no existe memoria del dolor. No soy capaz de mencionar ni una anécdota del día en que nací. Sé la fecha porque me fío de lo que declararon mis padres y quedó apuntado en el libro de familia. Si algo me desconcierta es no saber a ciencia cierta lo que era de mí antes de nacer y lo que será de mí después de morir. La nada, los vacíos de la memoria, me inquietan. La curiosidad nos mantiene vivos, o sea que está bien que siga pretendiendo averiguar misterios insondables. Supongo que las heridas desaparecen con nosotros. No lo sé, hay demasiadas incógnitas que no consigo despejar y eso me preocupa cada día más.
Igual que pasa con la curiosidad, el dolor también significa que estamos vivos. No importa que sea dolor físico o moral; que la herida sangre o produzca pena; que afecte al cuerpo o al alma. Cuando el dolor del alma es muy profundo eclipsa los otros males. El dolor de los sentimientos es imposible exterminarlo, está ahí, no se ha inventado el remedio contra la angustia. Hay medicinas que sirven para disminuir el dolor físico y drogas que hacen olvidar por un rato el trastorno moral, pero son métodos pasajeros. Las cicatrices de la piel saltan a la vista, las cicatrices del alma permanecen ocultas y no suelen dejar señales visibles. Sin embargo, a veces, son crónicas y duran toda la vida
Hablo del dolor y las heridas porque la otra noche conocí a Divina, una mujer de cuarenta y nueve años que afirmó no haber sufrido nunca. Mencioné pequeños dolores que son habituales sobre todo en las mujeres y ella respondió que no los consideraba ni siquiera molestos, que quizá hubiera perdido la memoria o tenía una concepción diferente de los grados de dolor. Luego hablamos de las personas próximas que se habían ido para siempre. Algo que tampoco consideraba doloroso sino triste. Divina no tenía hijos, no los había querido tener. Una decisión que sin duda le evitaba preocupaciones. Hizo recuento de las relaciones sentimentales que había mantenido y afirmó que las rupturas no le dejaban secuelas. Su nombre le venía que ni pintado. Cuando afirmé que Divina estaba por encima del bien y del mal, ella sonrió.
Al llegar a casa estuve pensando en la mujer que acababa de conocer y en las coincidencias que existían entre ambos. Me pregunté si éramos tan egoístas que no permitíamos que nadie nos robara tiempo ni nos provocara dolor. Quien no ama a nadie no siente el dolor de la pérdida, pensé. Divina me confesó que cuando estaba saliendo con alguien y el sentimiento de amor se estancaba, rompía inmediatamente. Como si el amor fuera un vehículo que tuviera que ir siempre cuesta arriba, sin poder pararse ni echar marcha atrás. Cuando el amor se queda sin batería, dijo, mejor aparcarlo. Sus palabras me recordaron al patinete que abandonan en medio de la calle hasta que otra persona lo levanta e impulsa hacia adelante.
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