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Parte del 'Monumento al desencanto' levantando en el Pompidou. Salvador Salas
El desencanto

El desencanto

La fatalidad ha puesto a la ciudad de los museos ante el espejo de su propia improvisación, pero resulta pueril obviar todo lo que ha dado este modelo

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Domingo, 10 de enero 2021, 12:18

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Hay bajo las luces y los colores del cubo una piedra enorme de una belleza terrible como la historia que evoca: la 'Pata de elefante', la masa radioactiva emanada del reactor número 4 de la central nuclear de Chernobyl que traspasó cuatro metros de hormigón armado hasta desembocar en el subsuelo como ahora parece caída sobre el lecho de piedras blancas esta escultura de Pablo Capitán del Río. Una pieza que habla del reverso tenebroso del hombre, un objeto maléfico que apenas puede contemplarse a distancia. Forma parte del 'Monumento al desencanto', el primer proyecto artístico compartido por el Centre Pompidou Málaga y la Colección del Museo Ruso a partir de las obras de Luz Prado, Miguel Ángel Benjumea y Pablo Capitán, bajo la dirección de Regina Pérez Castillo. Y lejos de suponer una llamada al desánimo, este 'Monumento al desencanto' representa quizá una de las pistas más ilusionantes y certeras de hacia dónde podrían dirigirse la mirada y los esfuerzos esta ciudad de museos ahora que la enfermedad seca el grifo de los turistas y sus dineros: hacia el talento joven y local, entendido esto último, en lo geográfico, desde una perspectiva regional.

El 'Monumento al desencanto' es uno de los muy pocos proyectos artísticos que ha salido adelante en los últimos meses de pandemia. Es hijo, también de esa pareja tan anunciada como ausente de la colaboración público-privada como el primer ganador de la Beca Vasos Comunicantes promovida por la agencia municipal de museos junto a DKV, la aseguradora con una de las colecciones de arte contemporáneo más pintosas de por aquí. Y este 'Monumento al desencanto' recuerda también que algunas de las propuestas más sugerentes vistas en el Pompidou y en el Museo Ruso durante estos cinco años han llegado justo desde los artistas del entorno más cercano: la escalera del Pompidou pintada por José Medina Galeote o D.Darko, la pieza de Moreno&Grau en aquel Hors Pistes, las intervenciones de Julio Anaya y Emmanuel Lafont en Tabacalera, Rocío Molina danzando en salas bajo ese Cubo donde ahora esa escultura de Julio Capitán recuerda que quizá no haya que mirar justo ahí a la hora de buscar excusas frente al desánimo de unos equipamientos huérfanos de visitantes. Quizá haya que recordar, por ejemplo, que los museos con menor porcentaje de visitantes locales son, desde hace años, aquellos dedicados a Picasso y, a partir de ahí, buscar las causas de esa desafección, de ese dar por sabido algo quizá demasiado repetido, demasiado a mano para al final dejarlo caer por el sumidero de la pereza y el desencanto.

Ahora la fatalidad ha puesto a la ciudad de los museos ante el espejo de su propia improvisación hasta dejar al descubierto la fragilidad de algunos de sus cimientos, pero resulta pueril obviar no sólo todo lo que ha dado ese modelo, sino lo que todavía, sin olvidar su notable margen de mejora, puede ofrecer, desde el empleo hasta la evasión, desde la formación hasta la mera autoestima para no caer, justo ahora, en el desencanto al que han levantado un monumento, cuyo nombre recuerda sin remedio a aquella película de Jaime Chávarri sobre la saga maldita de los Panero, donde el poeta loco y brillante Leopoldo María Panero hablaba así de su familia: «Me han convertido en el símbolo de todo lo que más detestaban de ellos mismos». Y quién sabe cuánto de eso hay ahora en este posible desencanto.

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